Aranzazu del Castillo Figueruelo

            Antiguamente no se viajaba por placer. Se viajaba por necesidad y la aventura no se asociaba a comodidad, relajación o desconexión. Más bien al contrario: implicaba rutas de horas, días, o incluso meses a lomos del animal de turno -burro, caballo, camello- o, más adelante en el tiempo, dentro de carruajes que no siempre serían confortables. Como mínimo, se me ocurre pensar en que que no contaban con una climatización en su interior que convirtiera estos tránsitos en un suave mecer que sumergiera a los pasajeros en el más plácido sueño. El objetivo del viaje, además, solía ser muy diferente: escapar de una guerra, de la escasez, de la miseria o de la enfermedad, visitar a un familiar enfermo o acudir a su entierro (porque ir así porque sí debía de salir muy caro en tiempo y dinero), etc.

            Por suerte hoy en día, gracias a los avances experimentados en diferentes campos del conocimiento (tecnología, transporte, carreteras, etc.) este panorama ha cambiado sustancialmente. Ahora viajamos por muchos motivos y no necesariamente cuando hay una necesidad. Viajamos por ocio, por trabajo, por estudios o por simple curiosidad. Lo hacemos desde la comodidad de un mullido sillón, ya sea el asiento de un coche, de un tren, de una guagua, de un barco o de un avión. Las posibilidades son amplias. Todas tienen un factor común que, al mismo tiempo, las ordena -de manera distinta- para unas y otras personas: la comodidad. Para algunos el avión es el medio de transporte más confortable por su capacidad para trasladarnos lejos y por su rapidez. Para otros es el tren porque nos permite disfrutar del paisaje terrestre y nos lleva hasta el corazón mismo de la ciudad de destino. Otros preferirán el barco, para poder disfrutar del vaivén de las olas del mar y la brisa marina acariciando su cara. Para gustos, colores.

            Nos hemos acostumbrado tanto a esta comodidad que ahora nos parece lo normal y, de alguna manera, lo exigimos. Aun sabiendo que viajar comporta también muchas incomodidades (esperas, retrasos, pérdidas y otros imprevistos), esperamos que estos sean un camino de rosas. Y cuando no lo son, nos quejamos, nos frustramos, nos enfadamos y sufrimos (un poquito). En definitiva, pese a que los avances mencionados son positivos, también nos han vuelto menos tolerantes, en general, a la incomodidad y al malestar y esto no solo se manifiesta en el ámbito de los viajes (p. ej., problemas físicos, temperatura, etc.).

            Esto no tiene nada de malo… puesto que estamos utilizando el enorme potencial del cerebro humano para dar solución a los problemas del mundo físico. ¿Dónde está el inconveniente? En generalizar esta baja tolerancia a la incomodidad a todo lo que tiene que ver con lo mental (pensamientos, emociones, etc.). Es la moda de “debes estar siempre feliz”. No queremos sentirnos mal, ni tener pensamientos perturbadores, luego sacamos la conclusión de que podemos y debemos eliminarlos. Cuanto antes los hagamos desaparecer… antes seremos felices.

            Sin caer en un conformismo victimista, hay un pequeño detalle que deberíamos tener en cuenta. Lo mental y lo físico no juegan en la misma liga. No funcionan del mismo modo. Por mucho que uno se esfuerce por controlar y eliminar un pensamiento u emoción, el hecho de que estos desaparezcan no va a depender del empeño que le ponga uno. Ellos van, como van… a su aire. Luchar contra ellos implica darles más protagonismo del que merecen. Nuestra atención los alimenta, los hace fuertes.

            Toda emoción tiene un porqué y nos avisa de algo. En lugar de poner parches o mirar a otra parte porque nos parece desagradable (“y no lo podemos soportar”) ¿por qué no aprovechamos para frenar el ritmo y analizar qué es aquello que no está terminando de funcionar en nuestra vida?