Por Cristina Torres Luzón

Ilustración por Ilustre Mario

Emocionarse es una capacidad innata del ser humano. Tristemente, la sociedad ha ido poco a poco desaprendiendo y desconectando de las emociones. Saber identificar qué sentimos, por qué lo sentimos y qué nos produce dicha emoción es el primer paso para conocernos mejor y gestionarlo de forma eficiente.

Las emociones son una parte más del ser humano. Están presentes en nuestro día a día aunque nos empeñemos en ignorarlas. Desde la rama de la psicología humanista son consideradas como una gran herramienta de crecimiento personal gracias a que nos muestran información valiosa sobre nosotros mismos para aprender a entendernos mejor y avanzar en los conflictos que nos atrapan.

A pesar de su importancia, nos encontramos muy desvinculados de lo que sentimos y pocas personas son las que han aprendido a transitarlas correctamente a través de una enseñanza que empieza en la infancia y que está muy condicionada por el tipo de crianza que recibimos. Esto ocasiona que muchas veces lleguemos a la edad adulta sin saber gestionarlas e, incluso, sin saber reconocerlas.

Lo primero que tenemos que saber es que las emociones tienen tres componentes: fisiológico, cognitivo y conductual. El componente fisiológico son los cambios involuntarios en el sistema nervioso y endocrino que suceden en nuestro organismo cuando estamos viviendo una emoción; por ejemplo, ruborizarse ante algo que nos da vergüenza o sentir un escalofrío cuando algo nos produce miedo. La respuesta fisiológica que genera cada emoción es igual para todo el mundo.

El componente cognitivo nos habla de la forma de procesar esta información: la vivencia subjetiva asociada a la emoción y el impacto que tiene en nosotros. Nos permite tomar conciencia de la emoción que estamos experimentando y darle un significado. A mayor riqueza de vocabulario, más fácil será comunicar qué nos está pasando y cuáles son nuestros sentimientos.

Herramientas como la lectura de libros y cuentos, juegos de identificación y expresión de emociones o películas como Del revés ayudan a los más pequeños a identificar qué sienten para poder expresarlo. Este proceso requiere de un acompañamiento por parte de un adulto consciente del mundo emocional para que poco a poco el menor pueda reconocer qué le sucede, qué le está diciendo esa información y qué debe hacer con ella. De este modo, habremos conseguido instaurar una inteligencia emocional que va a repercutir en todas las esferas de su vida.

En cuanto al componente conductual, sabemos que es la manifestación externa de la emoción, en la que se producen cambios conductuales y expresivos como la comunicación no verbal, expresiones faciales o modificaciones en el tono de voz. Está condicionado por el aprendizaje familiar y sociocultural. Su regulación saludable demuestra un signo de madurez.

Por ejemplo, en la infancia se producen las explosiones emocionales conocidas como rabietas, en las que el niño se ve desbordado por la emoción y es incapaz de gestionar lo que le pasa. Acompañar este proceso con nuestra presencia y empatía, sin negarlo o cohibirlo, es el primer paso para ayudar en el aprendizaje emocional.

Antiguamente, los mensajes que se trasmitían para la crianza se basaban en la psicología conductual, de modo que se abogaba por ignorar, distraer o enfadarse; tres estrategias nefastas para su proceso. Quizás en el proceso de criar podían resultar útiles de forma momentánea porque evitaban que el menor acabara manifestando esas expresiones, pero eso mismo hacía que adquiriera otros aprendizajes contraproducentes.

Cuando los ignoramos estamos propiciando que su autoestima se vea mermada, no se sientan queridos e incluso se sientan rechazados por ser como son. Esta práctica suele generar personas dependientes, que siempre necesitan la aprobación del exterior para saber si lo que hacen es lo correcto al estar muy desvinculadas de su sentir interno, ya que habían aprendido que lo que sentían no era válido ni respetado.

Usar como estrategia la distracción para apaciguar el torrente emocional es otro grave error. La enseñanza que se adquiere de este aprendizaje es la necesidad de buscar otro estímulo satisfactorio para evitar la sensación dolorosa. Al distraerlos, evitábamos que aprendan a gestionar la frustración, lo que propiciaba personas con tendencia a las adicciones como respuesta frente a dicha emoción.

Por último, la falta de respeto y las malas formas enseñan a nuestros hijos a relacionarse a través de conductas inadecuadas, creando sociedades cada vez más violentas y poco empáticas. Cuando nos enteramos de cualquier tipo de agresión nos escandalizamos sin recapacitar sobre qué es lo que ha conducido a que las personas cada vez se relacionen peor.

Ahora somos más conscientes del proceso que implica el aprendizaje emocional y su repercusión en la vida adulta. Todos generamos una huella emocional con nuestra forma de educar. ¿Qué huella quieres generar?