Aranzazu del Castillo Figueruelo

Los niños de hoy en día apenas tienen tiempo para jugar. Se pasan las mañanas en el colegio recibiendo un batiburrillo de información que les será de mayor o menor utilidad para su futuro como adulto. Al llegar la tarde, y tras un merecido breve descanso, los más aplicados se sientan a “trabajar”. El trabajo del niño es hacer la tarea, es decir, hacer frente y, a poder ser con buena cara, a ese listado, a veces interminable, de deberes de ciencias, matemáticas, lengua y otras asignaturas del currículo escolar. Con suerte, tu hijo será de los que aún conserva la ilusión por aprender y de los que ve en esas clases y deberes una oportunidad para profundizar y afianzar sus conocimientos. Mantener ese interés es y ha sido siempre un verdadero reto.

Tres realidades distintas, pero íntimamente relacionadas que suscitan agitados debates entre padres y madres, educadores, pedagogos, psicólogos y otros profesionales y curiosos. Es una cuestión de cabeza y de organización eficiente del tiempo, aunque a la hora de la verdad no sea una situación tan fácil de enderezar.

La escuela es una mini-realidad controlada que transmite conocimientos, habilidades y valores. Es una preparación para la vida adulta. Todo niño debería tener acceso a la misma y ser estimulado de manera tal que su interés y motivación por aprender no solo se conserve fresco, sino que incremente con el paso de los años y se prolongue más allá de los años de escolaridad. No es sencillo, sin embargo, mostrar el por qué y para qué de saber sumar y restar, de conocer las fases del ciclo del agua o de escribir sin faltas de ortografía. No es sencillo, cuando lo que prima en la realidad no es un mundo basado en la justicia, que premia a los que se esfuerzan y trabajan por mejorar. Pero esta es también una parte importante de la vida que todos deberíamos de aprender y asimilar. Es la “creencia del mundo justo”, la de “si hago X y me esfuerzo, conseguiré Y”. Evidentemente, no es así y cuanto antes uno lo acepte, más momentos de frustración se ahorrará y más energía le quedará para el resto de cosas importantes. Esto no quiere decir que tengamos que perder la ilusión por esforzarnos, pero necesariamente debe cambiar el por qué, el para qué y el por quién. El aprendizaje debe orientarse fundamentalmente hacia una motivación intrínseca, más que extrínseca.

Pero la escuela no deja de ser solo uno de los muchos ámbitos de la vida del niño. Por eso, debería de haber espacio suficiente para el juego y el disfrute, así como para los momentos de calidad en familia. ¿Qué utilidad tienen las mates, las ciencias, las letras…Si luego no tenemos oportunidad para aplicar estos conocimientos en nuestro contexto cotidiano? Es en este, donde el niño puede demostrar y practicar lo que ha aprendido en la escuela y donde puede recibir retroalimentación y alabanzas directas por parte de las personas importantes de su entorno (familia, amigos, etc.). Es entonces, cuando esos conocimientos adquieren un sentido y se ven validados y alentados a seguir creciendo. ¿Quién no se ha sentido desafiado por un juego de mesa como el Trivial? ¿Quién no ha tenido ganas de leer más sobre un tema para poder conversar con una persona que resulta atractiva o simplemente es importante en su vida? ¿Quién no ha tenido que hacer cálculos mentales para asegurarse de que no ha sido timado en una tienda? Claro que, si nunca se ha tenido ese tiempo para jugar, “perder el tiempo” con los otros o experimentar…es poco probable que se haya vivido esa sensación. Por otro lado, permitir y respetar el tiempo de juego de los más pequeños es transmitir a estos futuros adultos que la vida es mucho más que “trabajo y seriedad” y que la felicidad podría estar más relacionada ese sencillo disfrute.

No es fácil captar y mantener el interés de los niños en los aprendizajes básicos, sobre todo, teniendo en cuenta la cantidad de estímulos atractivos e inmediatos que actualmente tienen a su disposición. Es un reto, cierto, pero de nuevo es una cuestión de cabeza y de organización. Es preferible diseñar currículos pensando en ellos y centrar las clases en sus necesidades, motivaciones y en aquellos aspectos que les vayan a ser realmente útiles. Tener en mente el “menos es más” y la idea de que la misión del educador no es tanto la de transmitir datos de manera memorística, sino más bien la de crear esa inquietud por aprender y descubrir y la de ofrecer herramientas y habilidades eficaces para poder alcanzarlo. Cada vez somos más conscientes y trabajamos más cooperativamente entre profesionales para hacerlo posible. Sin embargo, en ocasiones, empieza por algo tan sencillo como predicar con el ejemplo, pues no hay que olvidar que, una gran parte del aprendizaje durante la infancia se adquiere por imitación de modelos significativos. Así que padre, madre, profe, educador, pedagogo, psicólogo… sé curioso, duda, amplia tus conocimientos y, sobre todo, no te olvides de jugar.