Texto: Galo Martín Aparicio

Fotos: Rocío Eslava

 A Porto Santo se puede llegar en uno de los vuelos de Binter.

Desde el aire Porto Santo se ve como una isla volcánica de juguete. Mide 11 kilómetros de largo y 6 de ancho. Dimensiones insignificantes en mitad del océano Atlántico. Sobre su superficie, agreste y escarpada, los vientos alisios han espolvoreado sedimentos de coral, restos de conchas y erizos de mar encima de la arena que cubre gran parte de la isla, remontando los acantilados de la cara norte, hasta su dorada playa de 9 kilómetros de largo de la cara sur. Una playa en la que la temperatura del agua oscila entre los 22 y 24 grados centígrados, es rica en iodo, calcio y magnesio y es el gran reclamo de la isla. Desde la misma se alcanza a ver unos molinos de viento que en el pasado molían los cereales con los que se hacía el pan. El sitio se conoce como mirador de Portela. En la cara norte de la isla, en una bahía, se encuentra el antiguo puerto pesquero de Porto das Salermas. Una zona de piscinas rocosas y salinas alternativa a la playa mencionada.

La masificación en Porto Santo es de caracoles. Los hay por todas partes. Son mayoría frente a los cinco mil habitantes que residen de manera permanente en la isla. Vivir aquí no es fácil. A penas llueve, lo poco que precipita lo hace en la sierra de Dentro, y la tierra casi no se deja cultivar. La actividad agrícola, ganadera y pesquera es de subsistencia. Las pocas veces que llueve una gran variedad de plantas colorean la isla de verde. Plantas que decoran, alimentan y curan. Remedios naturales que parchean la necesidad y los deficitarios recursos sanitarios de la isla.

En Vila Baleira, principal núcleo urbano de Porto Santo, donde las calles están flanqueadas por palmeras y buganvillas, vivió durante dos años el matrimonio compuesto por la hija del primer Capitán Donatario de la isla, Filipa de Moniz, y Cristóbal Colón. Lo hicieron en una casa convertida en un museo que lleva su nombre. La Casa Museo de Colón es un conjunto articulado de construcciones, hoy uniformadas por unas obras realizadas en los siglos XVIII y XIX. Por medio de un recorrido que ocupa cuatro salas se cuenta la historia de los primeros descubrimientos de ultramar protagonizados por los portugueses, los españoles y los holandeses. A las afueras de Vila Baleira hay puestos de venta de artesanías realizadas con conchas, hojas de palmera, cañas y barro, y el muelle. Del mismo se adentra en el océano un estrecho y alargado corredor de hormigón con barandillas de hierro en el que se mezclan los turistas de paseo y los jóvenes locales que juegan a saltar al agua desde lo alto de la estructura.

De entre todos los negocios los que más abundan son los restaurantes. Para los turistas está muy bien, así pueden degustar las especialidades de la isla; el espeto de vaca a la parrilla en palo de laurel regado con mantequilla de ajo, el bolo do caco y el pan con boniato que también se sirve con mantequilla de ajo. Otra cosa es si uno se pone malo o se rompe un hueso, entonces un helicóptero le tiene que llevar al hospital más próximo, en Funchal. Lo que no hay son semáforos. El tráfico es tan tranquilo que no hace falta regularlo. Por las carreteras de asfalto y las pistas de tierra circulan vehículos 4 x 4 y coches eléctricos, la mayoría de alquiler y conducidos por forasteros. Una gasolinera es suficiente para repostar y cargar a todos los vehículos. Antes los medios de transporte eran burros, caballos, vacas y bueyes, además de proveedores de leche y carne.

Aunque vivir en Porto Santo siempre ha sido complicado, su valor estratégico despertó recelos. Es por eso que en el extremo nororiental de la isla, en Pico Castelo, una antigua chimenea volcánica, se construyó en el siglo XVI una fortaleza para repeler los ataques de los piratas franceses y berberiscos. Construcción defensiva a la sombra de Pico Facho, la cima de la isla con sus 516 metros de altura. En el extremo occidental se encuentra el mirador de las Flores. Un balcón desde el que se contempla la vecina e inhabitada isla de Baixo ou da cal. A los pies del mirador está Ponto da Calheta. Una zona en la que es posible el baño, dar un paseo y degustar lapas en el restaurante del mismo nombre.

En el interior de la isla, en el centro sur, muy cerca del doble campo de golf diseñado por Severiano Ballesteros, uno de 9 hoyos y otro de 18, se encuentra el estrafalario pico de Ana Ferreira. Pico formado por unas columnas basálticas en forma de unos larguísimos tubos que recuerdan a los órganos de las iglesias barrocas europeas. Un monumento geológico originado por el lento enfriamiento del magma que se consolidó en las profundidades del mar, donde había un volcán.

A las plantas endémicas de la isla que crecen cuando llueve hay que sumarle las que lo hacen por la cabezonería y la visión de futuro de Carlos Alfonso. Un windsurfista que hace más de treinta años plantó palmeras que en la actualidad dan vida a un pequeño jardín botánico y zoo, la Quinta das Palmeiras. Un lugar que asegura sombra y frescor en Porto Santo. La isla en la que hay muchas cosas en poco espacio y en la que una bocina de barco es su reloj. 

Binter ofrece dos vuelos al día en cada sentido hacia Porto Santo, desde y hasta Funchal (FNC).
IDA:
Funchal-Porto Santo
7:30 – 7:55
18:30 – 18:55
 
VUELTA:
Porto Santo-Funchal
8:30 – 8:55
19:30 – 19:55
 
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