Por Yasmina Pérez Molina
Ya desde el avión, varios minutos antes de aterrizar, puedo ver los canales y las islas diminutas dispuestas de forma no uniforme en el mar como pequeñas pinceladas de un cuadro puntillista. La luz del atardecer, anaranjada y magenta como la lavanda, acaricia todas las cosas. Voy con la nariz pegada a la ventanilla y los ojos bien abiertos, curiosos ante lo que ven. El avión está a punto de aterrizar, por unos momentos la línea del horizonte bascula ligeramente, arriba y abajo, arriba y abajo. Cuando las ruedas chocan contra el suelo, el sonido fuerte del aparato en contacto con el asfalto a lo largo de la pista explosiona en mis oídos. He llegado a Venecia.
Subo al bus que va a la ciudad y, una vez en la estación, comienzo a andar para cruzar el puente de la Constitución y dirigirme al alojamiento que he alquilado para estos días. Dejo la maleta, cojo mi cámara de fotos y salgo a la calle. Stefano, el propietario del apartamento en el que voy a hospedarme, me explica que la ciudad está construida sobre 117 islas unidas por canales y que todos los edificios están construidos sobre estacas de madera que se hunden profundamente en el fango. Pienso, por un instante, en el deseo fuerte de unión que debió de sentir el grupo de personas que decidió llevar a cabo esa interconexión y crear una ciudad de las aguas. Me resulta hermosa y emocionante la voluntad de enlazar lugares y personas.
Me dirijo a la plaza de San Marcos. La última vez que estuve aquí fue hace más de veinte años en un viaje del colegio por carretera en el que recorrimos varios países de Europa. Recuerdo llegar aquí, la plaza inundada de gente. Era verano, comíamos helado y la temperatura era tan extrema que llenábamos nuestras cantimploras en las fuentes y nos echábamos agua por encima para aliviar el calor pegado a la piel.
La plaza de San Marcos se encuentra en pleno centro de Venecia, pero es el punto más bajo de toda la ciudad; es frecuente que se inunde, como mis ojos ahora mismo ante tal espectáculo para los sentidos. Me veo a mí misma, mucho tiempo después en el mismo lugar, girando sobre mi propio eje lentamente, tratando de registrar cada cosa que veo. Siento un nudo en las entrañas ante tanta belleza. Observo la imponente basílica de San Marcos, el Palacio Ducal, las gaviotas que alzan el vuelo entre los transeúntes, las estatuas en lo alto.
Durante cuatro días callejeo, cruzo puentes, canales, subo y bajo escaleras, navego en vaporettos, como pizza y pasta, me fijo en los detalles. Camino durante horas sin rumbo. Venecia es un lugar que transcurre en planos distintos. Los canales conforman su red de circulación en el agua. En tierra firme, los puentes. No hay semáforos ni pasos de cebra. Contemplo la luz, las ventanas abiertas, la ropa tendida, las esculturas en cada esquina, los gondoleros haciendo malabares para discurrir por canales estrechos. Me asombra el encanto y la fragilidad de una ciudad extremadamente bella y extensa sostenida sobre palos de madera.
Venecia es como la dulce melodía de una orquesta en la que cada miembro conoce a la perfección su partitura. No hay colisiones. Me maravilla dejar atrás el circuito turístico y adentrarme en los barrios donde solo veo callejones vacíos y algún transeúnte local. Una quietud cálida lo envuelve todo. Camino y camino hasta el anochecer. Me pierdo. Me pierdo varias veces al día.
En el avión de vuelta a casa, reflexiono sobre ello. Pienso que a veces es necesario perderse, dudar, transitar distintos caminos, agudizar los sentidos, pedir ayuda si es necesario para encontrar la salida. Hay muchas formas de llegar a un mismo destino. Venecia me recuerda todo esto. Venecia es como un laberinto luminoso del que, por momentos, no quieres salir.