Por Francisco Javier Torres del Castillo*
Ilustración por Ilustre Mario
[Entradilla] Llega el mes de junio, y con él, un protagonista estelar, el impuesto sobre la renta de las personas físicas, nuestro deseado IRPF. Y con él llegó también la inspiración para estas líneas. Lo cierto es que los españoles pensamos que recibimos bastante menos del Estado, en cualquiera de sus distintas versiones –Administración central, autonómica o local– que lo que aportamos a través de los distintos impuestos. Así opinan más del 62 % de los encuestados a través del barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).Los impuestos nos afectan a todos, en mayor o en menor medida, pero nos afectan. Influyen en nuestro comportamiento como consumidores, como trabajadores, y a cualquier agente económico.
Descuiden, no les voy a marear el vuelo describiendo los costes de la eficiencia en la aplicación de los impuestos, tarea que ya inició el padre de la economía moderna, el popular Adam Smith, con aquella obra considerada clásica, La riqueza de las naciones, cuyo fondo en relación con los impuestos radicaba en la necesidad de la gestión de la cobranza, y así lograr unos impuestos que no costaran en exceso en su recaudación y que del mismo modo desincentivaran la actividad económica en la menor medida posible.
A los impuestos se les llama de muy diversas formas, entre ellas tributo, arbitrio, tasa, canon, gravamen, arancel y otras muchas denominaciones específicas, algunas de ellas utilizadas para poder ser tratados legislativamente de una forma más rápida y flexible en su aprobación gubernamental.
De cualquier modo, los impuestos no son nuevos, todo lo contrario.
Desde el siglo XIV a. C., hace por tanto más de 3000 años, existen textos señalando lo que muchos de nosotros podemos seguir afirmando en el día de hoy:
«Se puede amar a un príncipe, se puede amar a un rey, pero ante un recaudador de impuestos hay que temblar».
Los impuestos no cambian según la ideología política, tampoco con la religión, pues ya en el Nuevo Testamento aparece el recaudador de impuestos, allí en la persona de Mateo, pero también Confucio, el pensador más influyente del pueblo chino, fue «inspector fiscal».
También en Egipto, pues una forma de tributar era a través del trabajo físico, y así se construyó la pirámide del rey Keops en el año 2500 a. C. con esclavos o con pagadores de impuestos. En Roma, Augusto creó la centésima, un impuesto que consistía en grabar el 1 % sobre todos los negocios del imperio, y en la Edad Media es la Iglesia la que cobra el 10 % a través del diezmo.
De cualquier modo, en la antigüedad los impuestos no eran equitativos y obedecían a razones de poder y fuerza, la imposición de un pueblo sobre otro o simplemente al mandato de reyes o señores.
En España, el punto de inicio de la recaudación moderna fue la reforma tributaria de 1845, que unificó la imposición fiscal en todo el territorio y dio prioridad a los tributos directos frente a los indirectos. De ahí es de donde nace el posterior impuesto sobre la renta, el de patrimonio y el de sucesiones.
Estos últimos tiempos han sido algo turbulentos en materia impositiva en nuestro país: se han creado nuevas figuras que han recibido numerosas críticas y algunas de ellas muy argumentadas, como las vertidas por la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA), que reclama una reforma fiscal profunda y ruega evitar decisiones impositivas con tintes electorales. Es el caso de los recientes impuestos a la banca, a las empresas energéticas y el «tributo» a las grandes fortunas, todos ellos impuestos que consideran como «muy discutibles».
En ese mismo sentido, el antiguo director de la Agencia Tributaria y de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), Ignacio Ruiz-Jarabo, opina que «la exigencia fiscal superó el límite de la racionalidad». No deja de ser cierto que Ruiz-Jarabo ejerció esos cargos durante gobiernos del Partido Popular.
En cualquier caso, hablamos de impuestos, y les ruego nuevamente que no se mareen si en estas líneas leen que España es el país de los 121 impuestos. Entre las administraciones central, autonómica y local, se suman 79 tributos, según la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE). Destaca el hecho de que las distintas autonomías (sin incluir País Vasco y Navarra) aplican 76 impuestos exclusivos. Ejemplo es nuestro impuesto general indirecto canario (IGIC), y todos ellos convierten a España en el país de la Unión Europea más descentralizado en capacidad normativa impositiva.
Pero quizá el mayor riesgo para nosotros los contribuyentes es la sobreimposición. Y es que se da la circunstancia de que sobre un mismo hecho imponible se pueden aplicar hasta cuatro impuestos. Una anomalía de la que el impuesto de patrimonio (IP) es un claro ejemplo. Y es que un inmueble puede estar sujeto, además de a este tributo, al impuesto sobre bienes inmuebles (IBI), al IRPF por rendimiento imputado si se trata de una segunda vivienda y, a partir de ahora, también al llamado «impuesto de solidaridad».
Este galimatías o barullo fiscal, que a juicio de los expertos es verdadera tela de araña impositiva, puede introducir distorsiones en el sistema tributario, en el que los ciudadanos nos perdemos a la hora de determinar los conceptos por los que tenemos que pagar.
Si a usted pasajero, los impuestos le parecen un sudoku y cada año se le complica el IRPF, no se crea torpe, pues solo hay que recordar aquella irónica frase atribuida a Albert Einstein: «Lo más difícil de entender en el mundo es el impuesto de la renta».
Cumplan las instrucciones de la tripulación, manténganse con los cinturones ajustados, porque, aunque volamos, vienen curvas.
Feliz vuelo.
*Director Renta 4 Banco en Canarias.