Texto por Elena Ortega Fotografías por Asier Calderón y Elena Ortega

 Entre la espesa vegetación de las montañas madeirenses y los infinitos azules que abrazan su intrincada costa, es posible disfrutar de numerosas y variadas propuestas. La mayoría están protagonizadas por emocionantes ascensos y descensos entre bosques de laurisilva, pero tampoco faltan baños marinos con los que llevarse los mejores recuerdos de la isla en forma de experiencias.

El aeropuerto Cristiano Ronaldo recibe a los pasajeros sobre el agua, premiándolos con un aterrizaje cargado de adrenalina. Su construcción, en terreno ganado al mar, lo sitúa entre los más espectaculares del mundo. La impactante llegada a Madeira es solo una muestra de todo lo que este pedacito de la Macaronesia tiene que ofrecer.

A unos veinte minutos, Funchal será la primera parada y centro de operaciones para moverse por la isla. La capital de Madeira reúne la mayor parte de la acción isleña. Sus calles están custodiadas por casitas que combinan a la perfección fachadas de azulejos con detalles volcánicos. Recorrerlas es descubrir rincones decorados por el arte urbano, envolverse entre plantas de los cinco continentes y degustar productos locales como el vino, los dulces y la poncha, un popular destilado hecho a base de aguardiente de azúcar de caña, miel y zumo de limón. Para ahondar en este aspecto será fundamental visitar establecimientos con fuerte tradición como la Fábrica de Sto. Antonio, la bodega Old Blandy’s White House o Uau Cacau. Tampoco hay que olvidarse de palpar la esencia funchalense entre las flores, frutas exóticas y pescados del Mercado dos Lavradores.

Cerca del Fuerte de Sao Tiago, en el casco histórico, un teleférico brinda impresionantes panorámicas de la ciudad en su ascenso hasta el barrio do Monte. Después de subir, y tras dar un paseo por el Jardín Botánico, bajar a toda velocidad sobre un enorme cesto de mimbre será una opción de lo más divertida. El vertiginoso descenso lo realizan, desde hace casi doscientos años, los Carreiros de Monte, que empujan los cestos montaña abajo utilizando como freno las suelas de sus botas hechas con goma de neumático.

Los empinados caminos insulares se elevan hasta más de mil metros sobre el nivel del mar regalando vistas de infarto. La carretera que guía hasta el norte es la que concentra los verdes más densos. Allí, los pueblos de Porto Moriz y Seixal presumen de algunos de los mejores baños del archipiélago en sus piscinas naturales esculpidas por la lava hace miles de años. La localidad de Santana también merece una visita para fotografiar sus tradicionales casitas de colores blancos, rojos y azules con tejados triangulares hechos de paja.

Los paisajes se tornan algo desnudos al este, donde Ponta de São Lourenço actúa como estupendo mirador desde el que avistar la vecina Porto Santo en días despejados. Aunque a lo largo de la ruta no faltan miradores que seducen con perspectivas como la cascada Velo de la Novia bañándose en el Atlántico o las del suelo de cristal, a 580 metros de altura, en el Cabo Girão.

Otra de las actividades imprescindibles en Madeira es la de hacer senderismo por las levadas del corazón de la isla. Estos canales de agua, de más de 2400 kilómetros, empezaron a construirse en el siglo XVI al abrigo de los bosques de laurisilva.

Para terminar de enmudecer con las propuestas madeirenses hay que volver al mar para cabalgar olas a bordo de un zódiac en busca de cetáceos. Calderones tropicales, delfines moteados del Atlántico o delfines mulares son algunas de las especies con las que resulta fácil compartir paseo mientras las colinas de Funchal, atestadas de coloridas casas, dejan otra de sus maravillosas estampas. Desembarcar en la playa de guijarros Faja dos Padres dará la oportunidad de abrirse paso entre plataneras antes de tomar un funicular que, salvando un desnivel de trescientos metros, termina de confirmar que el océano y la montaña marcan el eterno horizonte de Madeira.