Por Francisco Belín

Ilustración por Ilustre Mario

Cualquiera de nuestras ocho islas brinda parajes naturales que bien merecen ser recorridos y admirados. Con el destino turístico, incluidas las excitantes actividades al aire libre (barranquismo, deportes náuticos, bicicleta…), se combina una propuesta gastronómica de nivel, y el esfuerzo, tras cada desafío físico, será ampliamente recompensado con sabroso recetario, producto local y vinos muy diferentes.

Vayamos al argot del rugby. El «tercer tiempo» es una tradición de este deporte cuando, una vez finalizado el partido, los contrincantes comparten bebidas y comida para confraternizar después del esfuerzo desplegado.

Como se avanzaba, el Archipiélago ofrece a propios y foráneos magníficas condiciones para la práctica de actividades al aire libre, desde las más radicales (como pruebas de resistencia o entrenamientos de alta competición) a otras especializadas como submarinismo de recreo, parapente o mountain bike. En esta ocasión, la viajera se marca un plan más apacible y revisa cada isla en clave de senderismo. Además de disfrutar de la pateada por diferentes (y diferenciados) accidentes geográficos (elevaciones, pendientes, estratos volcánicos y formaciones rocosas), estará muy pendiente de afinar con el «tercer tiempo» que depare cada final de etapa.

Gratificante es cargar energías, por qué no, con una carne compuesta de cabra o cabrito (excelente en Tejina, Tenerife, o en Tiscamanita, Fuerteventura, y en Haría, Lanzarote). Una ropavieja o las garbanzas compuestas irán de perlas con la correspondiente «cuarta de vino» (medida local por excelencia). Que no falte, y de materia prima autóctona, caso de una listán (blanca o negra); malvasía (aromática palmera o volcánica, lanzaroteña) o esa variedad sublime que es la baboso herreña.

Resulta obvio que Canarias ocupa hoy su lugar como destino gastronómico contrastado, no solo verificable en las estadísticas de preferencias de turistas, sino también en el auge de ofertas culinarias de raíz tradicional, formatos vanguardistas, de fusión o étnicos.

En cualquier caso, el excursionista prepara su equipo para la pateada. No faltarán en la mochila de ataque la cantimplora, una camisa cómoda de repuesto, gorra o sombrero y crema solar (fundamental). Cada maestrillo tendrá su librillo, pero no está de más llevar algún alimento energético (plátano de Canarias, almendras de La Palma e, incluso, un bocadillo de pata de cerdo asada o una pella de gofio en toda regla –también existen barritas–).

Se abre ante los caminantes parajes extraordinarios y únicos. Arterias naturales donde dejar diluir las preocupaciones: Tejeda (Gran Canaria) o la Caldera de Gairía, en Fuerteventura; el macizo de Anaga en Tenerife o la Ruta Ye-Volcán de La Corona, en Lanzarote. Vamos a hidratarnos convenientemente para proseguir en El Cedro, La Gomera, o por los Nacientes de Marcos y Cordero y cascada de Los Tilos, en La Palma. Por supuesto, visita a La Graciosa y, en El Hierro, disfrutar la Ruta del Agua, en San Andrés.

Desde las respectivas exigencias, el pateo bien merece esa celebración de la llegada y del objetivo cumplido. Está claro que habrá diversidad de opciones gastronómicas según los antojos en cada caso, aunque lo que sí parece irrenunciable es inclinarse por la reparadora cocina popular y los vinos de cada terruño.

Preparemos los cubiertos, que de ganas vamos sobrados: unas carajacas (guiso de hígados) en Gran Canaria nos sentará las madres después de la panzada de kilómetros, aunque un potaje de berros gomero nos levantará los pies del suelo. Pescaditos de playa, camarones o lapas (los gracioseros lo bordan) y, por qué no, unas ricas costillas, papas, piña de millo (maíz) y mojo de cilantro.

El aporte de glucosa no va a fallar con un bienmesabe, huevos moles, quesillo, príncipe Alberto palmero… y gomerón para brindar con el aguerrido chupito final, o con el ronmiel de rigor si pretendemos apaciguar la euforia.