Por Pedro Orihuela Orellana
Tánger es la reina del estrecho de Gibraltar, teniendo a España a escasos quince kilómetros. Aquí musulmanes, cristianos y judíos han convivido durante siglos. Centro indiscutible de novelas, poesías, películas, refugio de artistas, filósofos, pensadores, pero también ha sido, durante la segunda guerra mundial, ciudad neutral que fue nido de espías, embajadores y militares de los dos bandos.
Antes de eso, multitud de civilizaciones ya la habían descubierto y habían dejado sus trazas, como las tumbas fenicias excavadas en la roca, algunas agrupadas en dos, en la colina de Al Hafa, desde donde las vistas al estrecho son maravillosas.
Nunca ha habido ni habrá una ciudad con un régimen tan especial como Tánger, que perduró treinta años, una verdadera ciudad-estado. Desde finales del siglo XVIII hasta 1912, fue la capital diplomática del Reino de Marruecos, siendo la única residencia de los paisas que tenían relaciones diplomáticas con el sultán de Marruecos, lo que la dotó de un ambiente cosmopolita.
Cuando en 1912 cesó su capitalidad diplomática, el estatuto internacional, con un territorio de 355 kilómetros cuadrados, hizo que aumentara su singularidad como ciudad-estado. Nunca se había dado con la singularidad de la Zona Internacional de Tánger, siendo de alguna manera, y solo en parte, la ciudad de Shanghái, la que se le aproximó, pero sin la complejidad ni sofisticación de Tánger, la cual tuvo hasta 1960, año en la que se abolió la «Carta Real», habiéndose consolidado la independencia de Marruecos en 1956.
De toda la compleja historia de la ciudad, en la que incluso hubo ocupación inglesa, nos queda una rica ciudad urbanísticamente hablando, en la que las últimas inversiones y mejoras de un gobierno realmente involucrado y decidido a hacer de ella una ciudad que recuperase el antiguo esplendor ha logrado unos anchísimos bulevares con un trazado impecable y perfectamente ajardinados, un puerto moderno y una playa de arena muy fina, que se extiende a lo largo de toda la extensa había, a la que miran altísimos edificios de reciente construcción y modernos hoteles de las más reconocidas firmas internacionales, con un pequeño pero coqueto aeropuerto internacional y conexiones con Rabat y Casablanca, y con un económico y de reciente construcción tren de alta velocidad.
En la arquitectura de la renovadísima medina, la mezcla de culturas, épocas y esplendores se vive, se ve, se disfruta.
La han renovado a fondo, han eliminado las partes superfluas de las murallas y sus adosados que nada tenían que ver, dejándola en todo su esplendor.
Un paseo por la medina es un paseo por una pequeña parte de la ciudad en la que podemos leer la historia, con viviendas de pintores, actores y pequeñas galerías de arte donde comprar joyas artísticas, o cafés, pequeños y no tan pequeños, donde poder tomar un té o comer la variadísima gastronomía local e internacional. Para los amantes de los dulces, no hay duda, estás en el sitio adecuado: mil formas, olores y sabores, te atraerán, al igual que las numerosas abejas que pueblan sus mostradores llenos de riquísimos ejemplos de la mejor pastelería marroquí.
La intrincada traza de la medina no por ello es caótica, ni sus calles tienen la acostumbrada estrechez de otras medinas que pudiéramos visitar en Marruecos. Sus calles son más anchas, perfectamente pavimentadas, y sus casas están pintadas con esmero en un blanco impoluto que, con el sol, llega a deslumbrar.
Llama la atención la completa renovación de toda la medina: aunque guarda su sabor añejo, se nota claramente el cariño con el que la han rehabilitado, especialmente en la parte amurallada, sobre la que cabalgan casas-palacio de impecable arquitectura, con una esmeradísima decoración tradicional, por desgracia difícilmente accesibles al interior si no conoces a los dueños. Por el contrario, hay pequeños riads y restaurantes en este recinto amurallado, impecablemente conservados y decorados que harán las delicias de los más exigentes. Por supuesto, para los que les guste el lujo y la comodidad, los hoteles estrellados y de la máxima calidad, como la española cadena Barceló, hará sus delicias con un hotel de cinco estrellas.
Mi recomendación es pasear sin descanso por la medina, vivirla en todos sus rincones, pero pausadamente, parándose a disfrutar de lo que nos ofrecen los diferentes artesanos a precios muy atractivos, a tomar té moruno o café y pasteles, descansando y disfrutando las vistas y comiendo en la enorme variedad de bares y restaurantes con una gran riqueza gastronómica local e internacional, accesibles a todos los bolsillos y gustos.
Si ves artistas y equilibristas callejeros, nada raros en las medinas, no dejes de aplaudirles y darles unas pocas monedas, pues seguro habrán hecho las delicias de pequeños y mayores.