Por Alberto Piernas

La inmortal ciudad de Venecia celebra 1600 años desde su fundación como un triunfo de la vida y la historia. Un laberinto donde el romanticismo susurra entre sus 150 canales y 400 puentes una canción milenaria, casi eterna. Recorremos los secretos de La Serenísima en góndola para redescubrir el encanto de la ciudad europea que lucha contra l’acqua alta.

Todos los matices del romanticismo se cuelan por el norte de Italia. Se percibe en sus cielos rosas, en la música de ópera que flota sobre los tejados, en la góndola que surca un puente que oculta el atajo a algún lugar del pasado. La ciudad de Venecia es como el amor, una obra de arte que se enfrenta a los caprichos del destino aferrándose a su patrimonio, a los visitantes que se atreven a descubrir sus secretos milenarios.

El puente de Rialto, construido en piedra en el siglo XVI, continúa siendo el lugar donde la Venecia que soñamos reluce entre atascos de góndolas y calles que despliegan mercadillos de máscaras venecianas y souvenirs de cristal procedentes de la cercana isla de Burano. Pero mejor no nos adelantemos.

Una pizza al taglio y un helado bajo un cielo a veces azul, otras bóvedas. La historia que cuentan los canales que luchan contra los caprichos del mundo. Hacer una S sin haber tomado los suficientes martinis a través del cauce del Gran Canal, la principal arteria de Venecia y perfecta galería open air al Palacio Ca d’Oro o el Ca’ Rezzonico, hasta alcanzar la famosa plaza de San Marcos.

El gran icono de Venecia fue nombrado por el propio Napoleón Bonaparte como «el salón más bello de Europa» y se abraza a la basílica de San Marcos, el campanario, la biblioteca o el Caffè Florian. O un Palacio Ducal que podemos alcanzar a través del puente de los Suspiros, cuyo nombre hace referencia a los suspiros de los prisioneros que lo cruzaban para acceder a las prisiones. El Palacio Ducal fue construido en el siglo XI y en su interior contiene gemas como la Scala d’oro, la armería y la Sala del Gran Consejo, cuya bóveda evoca el Paraíso a través del lienzo más grande del mundo.

Pero Venecia también ve la vida con humor, incluso con ironía, algo que confirman espacios como la librería Acqua Alta, en el centro, donde el aroma de viejos manuscritos envuelve bañeras y góndolas llenas de libros que confirman la gran paradoja: Venecia se hunde, pero sus habitantes se adaptan al cambio y protegen sus memorias, como el mejor custodio.

En algún canal te sorprenderá una embarcación, quizás la de Marco Polo cargado de tallarines desde China, que aquí las épocas se diluyen y cada esquina aguarda un tiempo, un viaje al pasado. Ver la basílica de San Giorgio Maggiore al amanecer, como un fondo de pantalla de Windows, pero mejor, o surcar el agua junto a un edificio erosionado desde el que una mujer contempla la vida pasar. Pero Venecia no se cuenta por canales sino por contrastes, por otras muchas islas donde encontrar nuevos colores.

Un buen ejemplo es Burano, una acuarela flotante que invita a iniciar una excursión en vaporetto desde el corazón de Venecia. Al llegar, se inclinan las casitas de vivos colores en torno a un canal de barcas errantes. Aquí el cristal define la vida de sus artesanos y vecinos, de los pescadores que años atrás pintaron las casas de colores para encontrar su hogar en los días de niebla.

Y podríamos llegar hasta Mazzorbo o la Isola de San Pieretto, a través de la laguna de Venecia y todos sus misterios. Pero decidimos volver, al calor de la ciudad, para darnos cuenta de que Venecia es como una especie de amor trágico: nos aferramos a él, aunque suban las mareas.