Texto por Alberto Piernas Medina

Fotos por Adobe Stock

La capital del norte de Francia se revela como un festín para los sentidos y una revelación para todos aquellos viajeros que creían haberlo visto todo en el país galo. Desde sus edificios de colores hasta su alta concentración de museos, Lille invoca la charme que vinimos a buscar. La Torre Eiffel, el esquí en los Alpes o los campos de lavanda de Provenza. Cada país del mundo se rige por unos iconos concretos, y Francia es el mejor embajador de esa idealización viajera. Sin embargo, si escarbas un poco más allá y apuntas al norte, descubrirás que el país de las bagettes y Édith Piaf esconde joyas como la ciudad de Lille.

La capital del norte galo se ubica en la región de Alta Francia y entre sus titulares encontramos su condición de cuarta ciudad más grande del país y la que cuenta con mayor concentración de museos. Pero este es solo el anzuelo para tomar un avión y sumergirse en este microcosmos universitario de vanguardia y color, donde las iglesias se entrelazan con fortificaciones de otro tiempo, la sostenibilidad es más una religión que una iniciativa y los platos son acentuados con queso maroilles, solo para gourmets osados. Pura identidad norteña al filo de la frontera belga que deleita al viajero con un abanico de influencias francesas, flamencas yuniversales.

La designada como Capital Mundial del Diseño 2020 despliega su carta de presentación a través de la arquitectura: ya la oficina de turismo, ubicada en un edificio del año 1400, desvela parte de la experiencia antes de empujarnos a la place du Géneral De Gaulle (nacido en Lille), envuelta en edificios del Renacimiento flamenco cuyo clímax supone la Veille Bourse (o Vieja Bolsa).

Una máquina del tiempo que salta a la Chambre de Commerce y la Ópera, obras florecientes a principios del siglo XX y cuyo encanto se percibe tanto en sus fachadas como en un interior que nos transporta a algún lugar perdido en la memoria. Con un acordeón de fondo y sentados en un café podemos sentirnos una estrella de cine en busca de anonimato, contemplar Bélgica desde el mirador de su ayuntamiento o creernos musa en el Palais des Beaux Arts, donde desfilan Renoir, Picasso o Delacroix sin necesidad de añorar el Louvre.

Lille es un museo al aire libre que despliega aromas que pueden distraernos. Los estaminet, o típicas tabernas flamencas, te mantendrán pegado a la silla mientras la carbonade flamande, una combinación de ternera con cerveza y cebolla, confirma que hay vida más allá de la raclette o la fondue.

Pero no te preocupes por las cuestas al terminar el festín: Lille es una ciudad totalmente plana y siempre se presta a un paseo en bicicleta, especialmente por Le Grand Huit, corazón urbano donde puedes visitar sus plazas y callejuelas de cuento hasta en bicicletas de ocho plazas. Lille está en todo.

Desde el laberinto urbano de la ciudadela construida por Sebastian Le Prestre en el siglo XVII y concebida como una estrella de cinco puntas, podemos sumergirnos en sus secretos más verdes. Sesentahectáreas de parque envuelven este pulmón de naturaleza e invitan a perderse por sus caminos hasta confundirse con selva, ya que en su interior hay un zoológico que alberga hasta 400 animales.

Aire puro para combinar con arte urbano, el que lame las paredes del antiguo barrio de Les Moulins, donde los antiguos molinos se dejan vestir hoy con un espíritu artístico único. Los tiempos se funden, la percepción de espacio se pierde entre estrellas y murales, hasta que te preguntas si la Francia que conocías solo existía en Amélie y los Campos de Marte.

Lille cumple la misión de reinventar la percepción del norte francés gracias a un encanto local y artístico único que confirma la mayor necesidad de los viajes postpandemia: sentir que aún podemos perdernos en un lugar desconocido.