Por Mónica R. Goya

El Occidente asturiano es un gran desconocido, y sus rincones –de una singular belleza–, el mejor modo de explorar el alma rural de esta región norteña. Desde los encantadores pueblecitos de pescadores hasta sus bosques, que en otoño se visten de gala al arrullo de los ríos y cubren los senderos con una alfombra de crujientes hojas, Asturias ofrece una paleta de colores que va desde el azul atlántico hasta el verde intenso de los pastizales, y un paisanaje que está a la altura de sus paisajes.

Es difícil pasear por Cudillero y no enamorarse. Este hermoso pueblo de pescadores, con sus calles estrechas y sus coloridas casas en forma de anfiteatro que se eleva sobre una plaza abierta al mar, es una oda a la belleza sencilla.

Los baños en el Cantábrico en esta época del año son para valientes, pero la salvaje playa del Silencio merece una parada, simplemente para zambullirse en su belleza natural y disfrutar de la calma.

Luarca, también conocida como la Villa Blanca de la Costa Verde, es el lugar de nacimiento del Nobel español Severo Ochoa. Esta elegante villa marinera, rodeada de verde, esconde uno de los jardines privados más grandes de Europa. Con veinte hectáreas, el bosque-jardín de la Fonte Baxa ofrece una de las mejores vistas de Luarca, además de un paseo en el que se pueden descubrir más de 500 especies vegetales.

En Navia dejamos la costa atrás y nos adentrarnos en el interior, donde la primera parada será Boal y su universo indiano. El Monumento a los Emigrantes, una estatua de Favila capaz de transmitir la mezcla de angustia y tristeza de las despedidas, es un buen comienzo para después explorar el patrimonio indiano, financiado en gran medida por los 2500 boaleses que cruzaron el Atlántico entre 1881 y 1931. Más allá de las preciosas casonas indianas, el dinero de «os americanos» también costeó la construcción de escuelas en el concejo, bajo la premisa de que «entre los bienes que se pueden dejar a la juventud, el más preciado es el de la educación», especialmente relevante en aquellos tiempos en los que el analfabetismo era la regla, no la excepción.

En Os Teixois, una aldea de cuento perdida en el tiempo, en pleno corazón de la Reserva de la Biosfera del río Eo, Oscos y Tierra de Burón, la herencia preindustrial vuelve al presente gracias al ingenioso uso de recursos hidráulicos que idearon sus vecinos. Piedras de afilar, mazo, molino, central eléctrica y batán, los reputados ferreiros –personas que trabajaban el hierro– dieron fama a todo el concejo de Taramundi. Hoy cuna del turismo rural, más de una docena de artesanos continúan protegiendo este valioso legado a través de sus afamadas navajas y cuchillos.

Rumbo a esa Asturias infinita de casas de piedra que es el suroccidente asturiano, la siguiente parada será Grandas de Salime, donde descubriremos el castro del Chao Samartín. Situado en un promontorio, este yacimiento arqueológico es un gran ejemplo del nuevo tipo de poblado fortificado que apareció en Asturias a partir del siglo VIII a. C. y que, en este caso, acabó reconvertido en una capital administrativa de la época romana. Allí también hay que visitar el Museo Etnográfico, fundado por Pepe el Ferreiro, acérrimo defensor de la cultura del Occidente asturiano.

El broche de oro lo pondremos en Cangas de Narcea, el concejo más grande de Asturias. Allí nos dejaremos atrapar por la magia del bosque de Muniellos, el robledal más grande de España, que en otoño ofrece un manto de tonos ocres y rojizos bajo los que perderse. Declarado Reserva Integral de la Biosfera por la Unesco, forma parte del territorio englobado en el Parque Natural de las Fuentes del Narcea, Degaña e Ibias. Además de roble albar –la especie predominante–, abedules, hayas, avellanos, acebos y tejos embellecen el paisaje, que exige ser descubierto a pie. Para acceder a la Reserva Integral de Muniellos es necesario solicitar una autorización previa gratuita, ya que por razones de conservación solo se permite la entrada a 20 personas al día.