Por Galo Martín Aparicio. Fotografías por Belén de Benito

En las calles de Santander hay barcos de hormigón. Barcos blancos atracados en Puertochico, en los jardines de Pereda y en la isla de la Torre. Una pequeña dosis de arquitectura racionalista se inoculó en la conservadora Santander. Construcciones urbanas con aires industriales, marinos y modernos. Arquitectura de astillero.

En el frenesí de los años entre las dos guerras mundiales caló el discurso arquitectónico de formas, volúmenes y colores de Walter Gropius, Ludwig Mies van der Rohe y Le Corbusier, padres de la arquitectura racionalista. Esta manera de abrazar a la luz, de inspiración industrial y náutica, el viento sur la diseminó por Santander. Este soplo de aire enloquecedor y los arquitectos Deogracias M. Lastra, José Enrique Marrero, Gonzalo Bringas y Javier González de Riancho, entre otros, son los autores de construcciones lógicas, útiles y modernas, ubicadas en la línea del muelle y en el ensanche santanderino. Sobre una topografía rica en salitre y pendientes pronunciadas y curvas se esparcen un cine, una parada de autobús, una gasolinera, una escuela de vela, una caseta de los prácticos del puerto, el Real Club Marítimo, el Ateneo y el edificio Siboney.

Las ciudades hablan a través de sus edificios. La arquitectura brinda servicio y bienestar a la sociedad. En Santander la rutina se consume en construcciones discretas y primorosas. Se puede conversar en el Ateneo o deleitarse con las letras que forman esa palabra en su fachada. Una portada que expresa sensibilidad racionalista por medio de huecos geométricos y simétricos. Lo mismo pasa si se va al cine Los Ángeles. A veces no hace falta entrar a la sala, basta con contemplar el neón de la marquesina y después ir a la gasolinera de los jardines de Pereda, a tomar algo. Debajo de su ilustre voladizo, los surtidores se han cambiado por un bar al aire libre, se acomoda gente que va o viene del vecino Centro Botín. Dentro de este espacio cultural y artístico no desentonaría la parada de autobús de San Martín. La cubierta elíptica de esta parada regala sombra y hace las veces de paraguas y cortavientos. Un árbol sin raíces. Un nexo de unión entre el aburguesado Sardinero y el portuario Puertochico.

En Puertochico, mar adentro, emerge el Real Club Marítimo de Santander. Unos pilotes de hormigón elevan sobre el agua esta húmeda sede y una pasarela lo une con el espigón. Embarcar en él es como hacerlo en un barco. Un barco asimétrico, blanco y de doble fachada. Urbana la que mira a la ciudad, transparente la que mira al Cantábrico. Mar en el que navegan las embarcaciones que dirige a buen puerto el práctico desde su discreta oficina en forma de barco.

Los futuros marineros aprenden a navegar en la escuela de vela que hay en la isla de la Torre, frente a las playas de La Magdalena y los Bikinis. La balconada del centro deportivo evoca un puente de mando desde el que contemplar el paso de las embarcaciones por la bahía. Aunque, para barco, el que hay atracado en la calle Castelar. El Siboney es un transatlántico –unía Santander con Cuba– hecho residencia. Si somos niños veremos camarotes al otro lado de esos huecos de ojo de buey de las torres superiores. Si somos niños esos barcos de hormigón se liberan de los cabos que los amarran y se echan a navegar. Dejando un poso de modernidad en Santander como si fuera un tesoro.