Por Yasmina Pérez Molina

Cuando me preguntan cuál es mi lugar favorito de Gran Canaria, la isla en que nací, no dudo: el valle de Agaete y la carretera que va a La Aldea de San Nicolás, ambos en la zona occidental de la Isla. Ir al valle es como viajar a un lugar lejano, distinto a lo que estamos habituados a ver aquí. El clima es diferente, los colores son diferentes, el paisaje es diferente. La tierra está cubierta de un verde profundo, y la luz…, nunca he visto una luz así. Se filtra desde lo alto difuminada dejando estelas claras, pueden verse bien definidos los contornos de los rayos del sol alumbrándolo todo.

No importa con quién vaya, siempre me ocurre lo mismo. Cuando atravieso el pueblo en coche y lo dejo atrás, y de pronto se despliega el valle ante mí, es tan imponente la imagen que se clava como un puñal en mis retinas y tengo que tragar saliva porque algo se contrae en mi interior, como detrás del esternón, de modo que en esos segundos no puedo sino guardar silencio, pues cualquier palabra que articulara para describir lo que veo sería hueca e insignificante. Eso tiene la belleza. Nos corta ligeramente la respiración, acaricia nuestros sentidos y nos inunda las células de paz y goce por un instante.

El valle es frondoso y fértil. Hay plantaciones de café arabica typica, una de las variedades más aromáticas y de las más antiguas de Europa. Se cultivan, también, naranjas, aguacates, guayabas, papayas y otras frutas tropicales. Si miras hacia arriba, el Pinar de Tamadaba, majestuoso, declarado como Reserva de la Biosfera por la Unesco.

Últimamente, la vida me ha llevado hasta allí en varias ocasiones. Hace unos cuantos meses, una boda. Uno de mis mejores amigos y su pareja eligieron como lugar para casarse una finca pequeña y hermosa ubicada en el centro del valle, de manera que, entre naranjos y cafetales, celebramos junto a ellos el amor. Las mesas de madera donde comimos estaban cubiertas por manteles de cuadros y colocadas al aire libre bajo los naranjos. Era otoño, aunque parecía verano; hacía mucho calor. Durante el día se nos pegaba la ropa a la piel; sin embargo, al caer la tarde tuvimos que abrigarnos. El microclima del lugar es único. Bailamos rodeados de árboles hasta medianoche. Lo hubiésemos alargado hasta el amanecer, sin duda, de no haber sido por el horario de cierre de la finca. Nadie quiere marcharse de un lugar idílico.

El pasado abril, regresé con dos amigos que me propusieron hacer una ruta circular a pie con salida desde el pueblo de Agaete, subida hasta la Era de Berbique y bajada recorriendo el sendero que une la Era con el barrio de San Pedro. Caminamos durante cuatro horas. Cuando llegamos a la Era, el punto más alto de nuestro trayecto, sudorosos y cansados, ya sin agua para beber, nos quedamos callados unos segundos observando la naturaleza grandiosa delante de nosotros. Abajo a la izquierda, el puerto de Agaete, los acantilados y el océano; abajo a la derecha, el valle, exuberante y denso. El silencio era compacto y únicamente interrumpido por el canto de algún pájaro. El azul de los ojos de mi amiga Leti se confundía con el cielo. Hacía un calor extremo. Eran las dos de la tarde.

En el camino de descenso, encontramos agua cayendo por una de las laderas escarpadas de la montaña y acudimos, sedientos, a refrescarnos, como si estuviéramos en el desierto y hubiéramos descubierto un oasis. Nos dimos la mano para tener un punto de apoyo y minimizar el riesgo de caída, pues el espacio por donde transcurría el agua estaba fuera del sendero, junto al precipicio, y era muy estrecho. Me sentí segura agarrada a ellos a pesar de tener delante de mí seiscientos metros de pendiente.

Los amigos son como los oasis, pensé. Constituyen un refugio sólido de frescura en el que te sientes a salvo. Un refugio al que todos, en algún momento, hemos deseado llegar.