Por Pedro Orihuela Orellana.

Cuando hablamos de Marruecos, múltiples escenas de películas, viajes, historias reales o ficticias se nos agolpan en la mente. Y si casi todas son ciertas, es verdad que aquí, en el país en el que vivo, la multiculturalidad y la mezcla de religiones, vivencias y formas de entender la vida se dan la mano a lo largo de toda la geografía. No hay que repetir lo mil veces dicho ya: Marruecos es un país acogedor, amable y sobre todo seguro, muy seguro.

En los nueve años que llevo viviendo aquí no he tenido percances graves, o por lo menos más graves que los que hubiera podido tener en cualquier país del mundo. No hay problemas para un extranjero siempre que sepas dónde te metes y respetes otras formas de vivir la vida y de expresarse, y también sus creencias religiosas y tradiciones, en las que rápidamente te aceptan y que comparten con los extranjeros que los visitan.

Su religión, tradición y vida es compartir, y lo comparten todo, absolutamente todo, por poco que tengan. Yo, por mi trabajo, viajo a lo largo de todo el territorio marroquí, de norte a sur, del Sahara de Dakhla al Rif de Alhouceima, con bereberes, saharaouis o rifeños; el espíritu es el mismo: compartir y amistad, con una gran base de respeto y deseo de agradar siempre.

 

 

Pero este mes vamos a hablar de algo más mundano, del desierto, de uno de los desiertos más desconocidos de Marruecos, Agafay, apenas a 30 kilómetros de Marrakech.

Cuando llegan a Marruecos, lo que esperan la mayor parte de los visitantes es arena y dunas desde que bajan de la escalerilla del avión, pero se encuentran con un país moderno, por lo que a la mayoría les entra un poco de ansiedad en su búsqueda del exotismo que no ven nada más aterrizar, porque han llegado a Marrakech pensando que es el país que nos relataban Lawrence de Arabia o Sherezade en sus mil y una noches. Y no, acaban de llegar a Marrakech, la ciudad roja (Hambra en árabe), antiguo cruce de caminos de las caravanas que venían del interior al Atlántico o el Mediterráneo, y actualmente una ciudad tumultuosa que cada año visitan millones de turistas, con amplias avenidas, hoteles y discotecas a las que vienen desde todas las partes del mundo actores, cantantes, deportistas y políticos de renombre.

Por eso, cuando se llega a Marrakech, a su modernísimo aeropuerto en uno de los múltiples vuelos desde todas las partes de mundo, una pregunta que se repite de forma habitual ya en el transfer, sorteando el congestionado tráfico hacia el hotel o el riad que hayamos elegido, es la misma: ¿y el desierto? ¿Está muy lejos? Y, claro, la pregunta tiene varias respuestas.

Si lo que buscamos es arena, dunas y palmeras, sí, está muy lejos, a horas de coche, en un trayecto sinuoso de estrechas carreteras llenas de todos los tipos inimaginables de medios de transporte: animal, humano o por motor de combustión. Todos, de todas las épocas, están representados, se lo aseguro.

Pero, claro, si lo que busca es otro tipo de desierto, uno en el que admirar el paisaje desnudo de la más mínima vegetación, en el que el paso de la noche al día o el atardecer es un maravilloso mundo de colores que desfilan ante usted pausadamente, poco a poco, tomándose su tiempo, permitiéndole disfrutar, llenarse de su hermosura, de su energía, está usted en el sitio adecuado… Está en Agafay; bienvenido al otro desierto.

Aquí no hay dunas ni oasis de palmeras, es un desierto duro, de piedra (Hammada en árabe), de formas redondeadas cinceladas a lo largo de cientos, miles de años por el viento y la lluvia, un sitio donde puede mirar al infinito y disfrutar del silencio, un silencio que duele a los oídos, en el que los sentidos se despiertan y cuando lleva varios día puede oír cómo las piedras se contraen por el frío, cómo el viento trae olores desconocidos, y podrá sentir cómo su cuerpo y sus sentidos se despliegan, toman nuevas dimensiones hasta ahora desconocidas para usted.

Agafay, en plena meseta del Kik, es un desierto con pluviometría mínima y sequedad extrema, tanto que algunos pobladores sedentarios que había en el interior lo abandonaron hace una veintena de años, dejando tras de sí sus viviendas, que actualmente son unas ruinas muy interesantes que se pueden visitar.

En las vías que recorren su geografía no hay asfalto –no lo necesita–, solo pistas y más pistas, pistas duras de las que no debe separarse, tampoco si va en un todoterreno. Aunque no lo creamos o sea difícil entenderlo para los no habituados, el desierto es un ecosistema frágil, muy frágil, y, aunque no la veamos, hay vida, mucha vida: insectos, reptiles y aves moran en este ecosistema y podríamos causar un daño irreparable en sus nidos o refugios si transitamos fuera de los caminos establecidos. No lo haga; no verá nada que no vea desde la pista o en una breve caminata, y dejará tras sus huellas un daño difícilmente reparable, o permanente en la mayoría de los casos.

Como he comentado, múltiples pistas lo recorren, pistas duras y en un estado aceptable, que podrá recorrer en los todoterrenos de los guías locales, perfectamente adaptados, en quads o a lomos de un camello. Esta última es la forma más divertida y respetuosa de visitar esta maravilla. Múltiples empresas de los más variados precios y duraciones nos guiarán por el desierto adaptándose a nuestros gustos y presupuestos.

 

 

Si lo que quiere es tomar un té con pastas tradicionales, comer o incluso dormir, puede hacerlo en los múltiples campamentos instalados, adaptados a todos los gustos y economías, con todas las comodidades si las quiere, no hay problemas.

Por otra parte, este desierto, por su tranquilidad, es muy apto para los amantes del yoga, la meditación o simplemente la contemplación de la naturaleza.

Si lo que le gusta es la fotografía, es un paraíso: los colores, contrastes y texturas cautivan y, por la ausencia de contaminación lumínica, los amantes de la astrofotografía encontrarán cielos excepcionalmente limpios.