Texto Loreto Gutiérrez
Imagen Saioa Arellano
Al atardecer la plaza inicia su metamorfosis ante los ojos del espectador, como si de un cambio de escenario entre dos actos de una obra teatral se tratara.
Cabe imaginar que ante la pregunta de cuánto tiempo hace falta para conocer Marrakech, lanzada tal vez por algún turista apresurado, el escritor Juan Goytisolo –fallecido en 2017 en la ciudad imperial que hizo suya, tres años después de recibir el Premio Cervantes– hubiera contestado sin titubear que toda una vida. Pero al menos en una ocasión se compadeció del visitante ocasional y dejó escrito su consejo: «Hay que pasear lentamente sin la esclavitud del horario, siguiendo la mudable inspiración del gentío. Perdido en un maremágnum de olores, sensaciones, imágenes, múltiples vibraciones acústicas: corte esplendente de un reino de locos y charlatanes». Háganle caso, andar sin rumbo y derramar los sentidos es el mejor sortilegio para aventurarse en los encantos de la ciudad roja.
Durante años fue habitual encontrar a Goytisolo en el Café de France a la hora en la que el sol se oculta sobre el minarete de la cercana mezquita de la Koutoubia, observando desde la terraza la hipnótica transformación diaria de ese ser vivo que es la plaza Jemaa el-Fna. Corazón y nervio de Marrakech, declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco, Jemaa el-Fna es una y muchas plazas al mismo tiempo. De día, encantadores de serpientes, narradores de leyendas, pitonisas, aguadores y sacamuelas configuran una estampa medieval que se funde con los tenderetes donde se apilan las naranjas, listas para convertirse en dulce elixir reponedor antes de continuar camino.
Al atardecer la plaza inicia su metamorfosis ante los ojos del espectador, como si de un cambio de escenario entre dos actos de una obra teatral se tratara, y cuando cae la noche renace poblada de numerosos puestos de comida. La insistencia pegajosa de los captadores de clientes, el humo que llena el aire –y la ropa– de olor a cordero o las estrecheces de los bancos corridos no deberían disuadir al visitante de vivir la experiencia de degustar una harira, un cuscús o cualquier otro plato local en Jemaa el-Fna al menos una vez. Para quienes buscan lujos imperiales ya está el imponente hotel La Mamounia, pero ese es otro Marrakech.
Goytisolo cambió de hábitos al final de su vida movido por el hartazgo de la multitud que abarrota ya a toda hora el mítico Café de France, aunque hay una costumbre que mantuvo intacta, la de pasear sin rumbo por las intrincadas callejuelas de la medina, actividad para la que incluso inventó un verbo, medinear, con esa querencia suya a bautizar las acciones que producen gozo. Un laberinto vibrante y caótico que sorprende en cada recoveco con la explosión de color de las pirámides de especias y las alfombras, el martilleo de los artesanos, la incesante algarabía humana o la insospechada tranquilidad de los riad que esconde en su interior.
Todas las horas son pocas aquí. Pero si acaso el visitante se quedara sin tiempo para conocer otros lugares que completan la visión de la ciudad, como los Jardines Majorelle, las tumbas saadíes o el Palacio de la Bahía, ya no tendrá prisa, porque habrá aprendido que a Marrakech siempre se vuelve.