Por Galo Martín Aparicio

San Simón es la mayor isla de un archipiélago de juguete que flota en la ensenada que hay al fondo de la ría de Vigo, frente a la playa de Cesantes, en el municipio de Redondela. Un enclave en el que se retiraron monjes y que ocuparon piratas; una isla en la que se controlaron infecciones, se encerró a republicanos y veranearon los sublevados; un lugar en el que los huérfanos del mar encontraron un hogar. Hoy se la conoce como la Isla del Pensamiento y se ha convertido en esa botella de oxígeno que evita que la memoria histórica se ahogue.

Desde la embarcación fletada por la empresa de turismo marinero Bluscus, rumbo al muelle este de San Simón se adivina una escultura del capitán Nemo y a sus pies dos buzos que poco a poco la marea se los traga. Es el homenaje gallego a Julio Verne, autor que dedicó un capítulo a la ría de Vigo en su libro Veinte mil leguas de viaje submarino. Sí, en este paraje aislado hay cabida para la ficción y la historia, con episodios de amor y horror.

San Simón y San Antón –esta última, segunda en tamaño del archipiélago– están unidas por un puente de piedra desde el XIX, siglo en el que se construyeron los edificios que hoy se pueden ver y que dependiendo de la época tuvieron un uso diferente: lazareto, campo de concentración franquista, albergue de la Guardia de Franco, hogar de huérfanos de marineros y, en la actualidad, un patrimonio nacional declarado Bien de Interés Cultural.

Los 250 metros de largo y 85 de ancho que comprenden las dos islas estuvieron poblados varias centurias antes. Primero se instalaron comunidades religiosas: templarios, franciscanos y benedictinos. Las construcciones que pusieron en pie estos hombres píos las destruyó el pirata Francis Drake, quien no vio claro para qué le podían servir una ermita y un santo. Este corsario, en nómina de la corona inglesa, ocupó temporalmente San Simón. La isla le sedujo por su ubicación, ideal para hacer incursiones en los pueblos costeros de alrededor en nombre de la reina Isabel I y el suyo propio.

Unas veces por culpa de los piratas, otras por la batalla naval de Rande, en 1702, lidiada en esas mismas aguas –episodio bélico que hizo que Julio Verne supiera de la existencia de la ría de Vigo–, San Simón y San Antón vieron cómo los hombres célibes iban y venían. Hasta que las islas quedaron a su suerte y fueron abandonadas en 1719.

En 1838 se convirtieron en un lazareto, lo que hizo que se transformara su fisionomía. San Simón y San Antón, después de muchos siglos de verse sin tocarse, se unieron por medio de un puente de piedra cerrado por dos puertas de madera. En San Simón se ubicó el lazareto limpio, donde cumplían la cuarentena las tripulaciones de los barcos, lo que repercutió en la expansión del vecino puerto de Vigo. En San Antón se instaló el lazareto sucio, destinado a los pacientes contagiados sin remedio. Medidas de aislamiento que de poco servían porque la ropa de unos y otros se lavaba en la misma casa de baños. Por desatenciones como aquella, así como por el control de las epidemias y las mejoras sanitarias de la época, el lazareto se cerró en 1927.

Con el estallido de la guerra civil española el bando nacional no desaprovechó ni el sitio ni las infraestructuras con las que estaban dotadas aquellas islas. En Galicia no hubo batallas durante la contienda fratricida, pero sí represión. Como la que se infligió a los presos republicanos que encerraron en el campo de concentración en el que se convirtió San Simón y San Antón desde 1936 hasta 1943.

Los vecinos de aquel municipio, inoculados de humanidad e inmunes al riesgo, llevaron comida a los presos. El menú del recinto penitenciario era arroz con berberechos mariscados por los propios presos. Una dieta diaria que provocaba diarreas crónicas y que los obligó a probar con otros alimentos, como las ratas que campaban por la isla. El camino más corto para contraer el tifus.

Hubo mujeres en tierra firme que se enamoraron, a pesar de las corrientes y las olas, de aquellos hombres privados de libertad y denigrados en aquel hermoso entorno. Relaciones clandestinas a través de la ropa sucia de ellos que las mujeres del pueblo lavaban y devolvían limpias y con mensajes. En 1948, el sitio pasó de penal a lugar de recreo para la Guardia del caudillo, sin rubor alguno.

El penúltimo uso que se hizo de la isla y sus instalaciones fue el de un hogar para huérfanos de la Marina que permaneció abierto entre 1955 y 1963. Con su cierre se acomodaron el abandono y el decaimiento en San Simón y San Antón. Treinta años –y mucha vegetación cubriendo piedra– después, el sitio se declaró Bien de Interés Cultural y se rehabilitó como centro de reflexión, producción y creación cultural.

De vuelta al muelle de Cesantes a bordo de la embarcación, Isabel señala la escultura verniana. Los buzos se han sumergido por completo dejando solo al capitán Nemo y un cormorán posado sobre su cabeza.