Por Juan Carlos Acosta

Los llaman las naves del desierto, pero en los periodos de mayor sequía tienen que navegar hacia el norte para repostar. Los dromedarios representan hoy en día, aparte de una estampa típica del Sahel, un patrimonio animal cada vez más numeroso e importante de las regiones saharianas de Marruecos, aunque viven pastando durante todo el año a lo largo y ancho del territorio nacional, en sus amplias llanuras, medianías y costas.

Con una cabaña cercana a los 170 millones de cabezas, las regiones de Guelmin-Oued Noun, Laâyone-Sakia El Hamra y Dakhla-Oued Eddahab conforman el 92% del censo de todo el país, un número además creciente al que hay que alimentar y dar de beber de forma permanente, cosa poco factible en las tierras pedregosas del sur durante las estaciones secas, es decir, verano y otoño. Esa situación climática adversa es la que obliga a los camelleros a ponerse en marcha cada estío y emprender una larga ruta para nutrir a los rebaños durante los meses que transcurren lentamente hasta el próximo invierno, con un equipaje ligero, pero esencial, para defenderse del tórrido sol del día y del raso de las noches estrelladas en sus campamentos nómadas.

En las inmensas extensiones de arganes de la región de Sus Masa y en las lomas cercanas a sus playas pueden verse a menudo las cabezas siempre llamativas de estos camellos de una sola peta que asoman de pronto sus enormes ojos negros y sus morros en forma de gran tubérculo mientras ramonean mirando plácidamente el entorno. Y si nos fijamos bien, pronto localizaremos también un turbante azul, o de cualquier otro color, bajo el que estará uno de sus cuidadores, para, más tarde, si queremos, rastrear en una panorámica la totalidad del rebaño esparcido entre los arbustos y al resto de camelleros en las rocas, o en corrillo, a la sombra de un gran árbol, cuando vigilan, comen, descansan, rezan o comentan las cosas de la familia y los amigos dejados atrás, a cientos de kilómetros.

Así es la vida de los camelleros, al aire libre, tras sus animales, que marchan en comitiva con algún código oculto gregario que les hace siempre estar juntos. Son ellos, en realidad –los camellos–, los que detectan por instinto u olfato los mejores pastos y las atarjeas o fuentes de agua que se encuentran a su paso, mientras que los hombres tan solo deben seguirlos a pie, sobre burros o en pequeñas motocicletas con las que se mueven, vigilando constantemente el perímetro de sus rebaños.

Los días y las semanas pasan muy lentamente y hay que aprovechar las horas de luz para continuar la senda y encontrar nuevos campos y abrevaderos, mientras que de noche, en torno a la hoguera, se cuentan historias, se dan instrucciones, se cocina, se come y se consuela a quien ha recibido una mala noticia desde el hogar. En realidad conforman una pequeña familia de entre tres y media docena de miembros que se arropan en torno a un jefe, el más experimentado y el que ha recorrido más veces el camino de ida y vuelta para mantener a los animales saciados.

Ese rebaño, generalmente compuesto por un centenar de cabezas, camina paralelamente a otros que proceden de otras latitudes vecinas del sur y con los que se encuentra de forma inevitable, debido a la orientación natural de las bestias en pos de los pastos, por lo que al final terminan entre todos constituyendo un conjunto de varios grupos que avanzan al unísono entre los árboles de las regiones del noroeste marroquí, sembrando de gruesas pisadas y huellas de motocicletas y desvencijados jeeps un escenario móvil de pastoreo y camaradería obligada.

Después de seis meses, los camelleros hacen girar a sus animales para emprender el regreso a casa en un viaje que les llevará al menos veinticinco días de ruta, con el corazón palpitando cada día más fuerte por la expectativa de volver a abrazar a padres, hermanos y amigos, y compartir con ellos los muchos avatares vividos en el largo camino trashumante de cada año.