Por Francisco Pomares

[Lisboa, 14 de octubre de 2017] Justo donde acaba la línea 28 del tranvía, en la plaza de San Juan Bosco, comienza el espacio del primer cementerio civil de Portugal, construido sobre los terrenos de la Quinta Prazeres, en la freguesia que recibió su nombre… Sus muros se levantaron en 1833, poco después de que –en junio de ese mismo año– una violenta epidemia de cólera arrasara Lisboa, provocando la muerte de miles de sus vecinos.

La virulencia del brote y el pánico desatado entre la población hicieron que se prohibieran los enterramientos en iglesias, ermitas y conventos, como solía hacerse hasta entonces, y que las autoridades sanitarias acordaran la creación de dos cementerios en la ciudad, siendo el de Prazeres el que habría de servir al lado occidental de la capital, donde se asentaban las familias aristocráticas, las más poderosas y pudientes. Desde el principio, el nuevo camposanto fue ocupado por los artísticos mausoleos de los ricos, desplazando a los muertos del común. Las familias dominantes de la ciudad impusieron en el cementerio su gusto por lo monumental y una cultura funeral basada en la ostentosidad, con construcciones que invaden y colapsan prácticamente todo el espacio disponible, en un abigarramiento escultórico impregnado por todas las simbologías de lo social en el XIX: la religiosa, especialmente el culto a la muerte y el más allá, pero también muy presentes la simbología masónica, las profesionales, las patrióticas y militares, la heráldica e incluso la esotérica.

Prazeres sería una representación preciosista de las formas en que la aristocracia y los ricos entendían y socializaban la muerte en el cambio de siglo si el abandono y el olvido de la mayoría de sus túmulos y mausoleos no hubieran sobrepasado su propia monumentalidad, dotándola de un aura de decadencia y ruina que ejerce el contrapunto perfecto para recordarnos que nada sobrevive al óbito, ni siquiera la hercúlea voluntad de trascender el olvido…

Para quienes gusten de seguir los pasos perdidos de la vida, Prazeres es –también– un recorrido por la insignificancia humana. Los huesos de miles de personas importantes yacen en sarcófagos amontonados que pueden entreverse a través de los cristales rotos de los mausoleos, sin que ni uno solo de los turistas de fin de semana que pasean por entre los viejos cipreses sea capaz de recordar quiénes fueron todos esos patricios ilustres, ni las gestas, éxitos y honores que lograron amontonar en vida.

Con el paso del tiempo, y a pesar de que –muy de vez en cuando– algún muerto reciente invade las avenidas de la muerte antigua, la población difunta de Prazeres no tiene ya quien la recuerde. Una polémica decisión reciente, la de exhumar antes de cumplirse el plazo legal el cuerpo de Amalia Rodrigues, la gran fadista nacional, trasladada del cementerio de los ricos al Panteón Nacional, acabó con las peregrinaciones y ofrendas de sus devotos. Hoy solo algunas tumbas –como la de la joven Precilia, asesinada por el terrorismo yihadista hace dos años, un 13 de noviembre, en la sala Bataclán de París– mantiene vivas las flores del recuerdo y destaca entre la grisura enmohecida que invade mármoles y piedras y la herrumbre que corroe hasta el alma los metales…

Aun así, el cementerio de Prazeres es sin duda uno de los lugares más melancólicamente bellos de Lisboa: el lugar perfecto para una noche de romanticismo perverso, o para ambientar una novela con la muerte de protagonista y el cólera morbo como argumento. Prazeres es un sitio único, extraño y precioso, un paraje permeable a la saudade inapelable de la muerte.