Por Juan Manuel Pardellas

Fotografías por Juan Álvaro

La carretera empedrada rasga por la mitad un paraje árido, almendrado, de cómic de los sesenta y se pierde entre las montañas del horizonte. En ese preciso momento, no es difícil creerse Dennis Hopper en Easy Rider. Aquí y ahora, parado en esta vía hacia lo desconocido, entre el cielo y la tierra, bajo un sol, de justicia, solo se escucha el viento y algún pájaro supongo de estómago vacío en busca del insecto con que saciarse. No es la mítica carretera norteamericana de 3.970 kilómetros, ni Texas, Oklahoma o Arizona; es una isla de 620 kilómetros cuadrados (31 kilómetros de norte a sur y 29 de este a oeste), 390 metros de altura máxima a 455 kilómetros frente a África, pero el trazado y el paisaje se asemejan. No suena Elvis, sino Elida Almeida, no hay hamburguesas, sino atum grelhado. Bienvenidos a la Route BV-01 de Boa Vista.

Supongamos que un día de nuestra escapada a Boa Vista decidimos aislarnos de playa, arenas doradas, aguas esmeraldas, música y cócteles. Alquilamos un 4×4 (hay varias compañías, yo lo hice con La Perla) y nos lanzamos a la carretera, con varias botellas de agua y algunos bocatas y galletas, ya que, aunque estamos en una isla manejable y disponíamos de buenos mapas, desconocer las carreteras y pistas podía retrasarnos a la vuelta.

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Comenzamos por lo que el mapa señalaba como mejores carreteras. Y realmente lo son. Como ocurre en muchos lugares de Cabo verde, lo normal es conducir en carreteras empedradas. Éstas de Boa Vista están en perfecto estado de conservación. El primer tramo que hicimos fue desde Rabil (la primera población con que te tropiezas a la salida del aeropuerto) a Fundo das Figeuiras. Además de por sus casas pintadas a dos colores, en Rabil es visita obligada la iglesia y el centro de artesanía, un referente artístico en todo Cabo Verde, parada obligada de las guaguas turísticas (como en Chipude, La Gomera).

A partir de aquí, nos adentramos primero entre matorrales y, seguidamente, en los paisajes que más me recordaron a la Route 66, esa línea recta entrando en el paisaje hasta el infinito, sin nada más que desierto a ambos lados. Hay quien puede encontrarlo monótono, a mí me conquistó; solos tú, la carretera y el paisaje. Una foto curiosa es el mosaico azul con una imagen de la virgen que está en el cruce de esta carretera con la que lleva Bofareira y al puerto de Espingueira.

La primera población que encontramos en el camino fue João Galego (es mucho más fácil guiarse porque la mayoría de poblaciones tienen a su entrada un enorme cartel con su nombre, patrocinado por la empresa de comunicaciones Unitel), con los niños disfrutando en el patio de un partido de fútbol, apenas personas mayores en la calle principal y una cantina con un futbolín oxidado con jugadores del Benfica y el Oporto.

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Es curioso porque la mayoría de las poblaciones que encontramos parecían una un calco de la otra, prácticamente pueblos fantasmas sin apenas actividad en la calle, con sus casas de una planta de techos a dos aguas pintadas en dos colores, una calle principal con algunos árboles o buganvillas, tasca-restaurante, tienda de víveres, pozo de agua, una iglesia y una plaza.

Pegado a João Galego está Fundo das Figueiras, con prácticamente la misma postal. Esta vez paramos para charlar con Amadou, un senegalés que se nos acercó nada más bajarnos del coche y, con el viejo truco de sonreir y preguntarnos de dónde somos, nos dejamos llevar a su tienda, llena de artesanía de madera, pinturas en telas para vestir y manteles. Una excursión interesante es visitar la reserva de tortugas. Nosotros preferimos seguir hasta el faro, pasando antes por Cabeça dos Tarafes.

A partir de aquí entramos en pista de tierra, donde agradecimos la elección de un 4×4. Llegar hasta el faro supone adentrarte en un paisaje de lava rojiza, como en Las Cañadas del Teide (Tenerife), Orchilla (El Hierro) o Timanfaya (Lanzarote). Paramos el coche y ascendimos por un camino empedrado. Construido en 1930, su luz llegaba a 57 kilómetros mar adentro; hoy está completamente abandonado. Desde sus 150 metros de altura se disfruta de una panorámica de las doradas playas en las que desovan cientos de tortugas, convirtiendo a Boa Vista en uno de los puntos más importantes de todo el mundo para esta especie.

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Fuera de esta ruta, más al sur un día encontramos un pequeño rebaño de vacas en un oasis cerca del RIU Tuareg. Y otro día fuimos a Sal Rei. Me gusta pasear aquí. Dicen que su plaza es uno de los mejores ejemplos arquitectónicos, un rectángulo perfecto. No hay mayor placer que pasear hasta el muellito, sentarse en el kiosko con una Super Bock, e intentar adivinar las conversaciones que luchan por entenderse sobre la música alta, mientras los niños se lanzan al mar haciendo todo tipo de piruetas.

Espero sinceramente que el calor de las playas y el abrazo de las olas no les atrape tanto como para perderse esta Boa Vista tan distinta de los folletos turísticos y más que recomendable.