Aranzazu del Castillo Figueruelo
Los límites entre adolescencia y vida adulta son cada vez más difíciles de discernir. El paso de una a otra etapa de la vida se ha ido posponiendo progresivamente con el paso de los años. Antiguamente, algunos indicadores sociales, como la incorporación al mundo laboral, la independización de los padres o la formación de una familia propia eran claros marcadores de que se había culminado la primera etapa y se había entrado, de manera irreversible, en el “mundo de los mayores”. Actualmente, el significado de estos acontecimientos no es el mismo y tampoco se producen a las mismas edades a las que lo hacían hace cincuenta años.
Actualmente, la adolescencia se refiere a ese periodo de la vida de una persona que abarca desde los 11-12 años hasta los 24-25 años. Es probable que esta última cifra sorprenda a muchas personas, porque quizá a esa edad ellos ya hubieran recorrido un largo camino…Preocupa no solo la edad de terminación, sino también la de comienzo, en la cual se aprecia asimismo un ligero adelanto. Este no es, sin embargo, tan llamativo porque está altamente regulado por cambios que se producen en la biología (la pubertad, propiamente dicha). Aun así, no es difícil encontrarse con niños que tienen mentalidad y problemas más propios de adulto que de joven que estrena la adolescencia.
La infancia es una etapa evolutiva muy importante. Constituye los cimientos a partir de los cuales crece la persona adolescente y, más tarde, adulta. En general, existe una elevada consciencia de su relevancia y, en consecuencia, recibe una atención altamente especializada.
¿Y qué hay de la adolescencia? Aunque se le da mucho peso a la primera y segunda infancia, cada etapa en la vida de una persona es importante y tiene unas peculiaridades y unas necesidades que deben ser cubiertas. A lo largo de la historia, la adolescencia -al igual que la vejez- se ha asociado a conceptos y valores generalmente negativos. Se ven como períodos de la vida que simplemente “hay que pasar o superar”. En realidad, cada momento es importante y merece la pena que se viva y desarrolle al máximo de sus posibilidades.
La adolescencia, en concreto, es un periodo de máximo potencial, gracias a los cambios que se están produciendo en el cerebro del joven. Sigue siendo la “esponja” que era de niño, en el sentido de que está abierto a todo lo que le llega del mundo exterior, pero con un plus: ahora lo busca de manera ávida y no se conforma con lo preestablecido. Remueve hasta que encuentra la alternativa creativa que más satisface sus ansias de novedad.
Otro aspecto esencial de la adolescencia es el paso de la dependencia total de los padres a la relativa independencia de los mismos. Relativa porque lo ideal no es que el niño desconecte totalmente de sus progenitores y se aísle del mundo de los adultos para relacionarse exclusivamente con personas de su edad. La identificación con personas en edades próximas ayuda al joven a satisfacer una necesidad básica de esta etapa: sentirse parte de un grupo, integrado, aceptado y valorado. También le permite compartir vivencias similares, sentirse comprendido y menos “bicho raro”. Pero, aunque a veces parezcan rechazarlo de pleno, en este período el apego y el contacto con los padres, el sentirse respaldado en caso de dudas o problemas, o simplemente, el poder contar con ellos para hablar sin temor a ser juzgado son factores clave que además previenen la aparición de conductas de riesgo que podrían darse como resultado de esa combinación de búsqueda de novedad y deseo de formar parte de un grupo.
No me considero una persona de “rituales”. Sin embargo, creo que estos, como actividades simbólicas que ayudan a cerrar y abrir etapas y/o procesos, resultan de gran utilidad a las personas para hacer balances, poner en valor lo que se tiene y plantearse vías de acción futuras. Como comentaba al inicio del artículo, las cosas que hace unos años podían entenderse como símbolos que representaban el paso de la adolescencia a la etapa adulta (trabajo, independencia, familia), han dejado de serlo para convertirse, hoy en día, una tarea más del adulto joven, en muchos casos, con carácter altamente frustrante. Considero que sería interesante rescatar una visión más positiva de la adolescencia, donde se contemplen los cambios que se experimentan, en ella no solo en su vertiente negativa (impulsividad, riesgo, aislamiento, etc.), sino, especialmente, en aquella más positiva (creatividad, sociabilidad, intensidad emocional). Del mismo modo, deberían rescatarse o construirse nuevas formas de “cerrar capítulos” de infancia y adolescencia que ayuden al joven a situarse y a plantearse metas en relación a sí mismo y a los demás. Como adultos, deberíamos de modificar nuestras expectativas respecto a estos acontecimientos que antes fueran símbolo de madurez (p. ej., tener un trabajo estable). El contexto actual es totalmente distinto y juzgar la madurez de los jóvenes en base a estos criterios es injusto y genera altas dosis de frustración. Por último, no solo habría que considerar la parte positiva de los cambios que se producen en la adolescencia, sino que además habría que estimularlos y potenciar su permanencia en la vida adulta para que, siendo personas responsables y estables, mantengan la chispa de una vida llena de color.