Aranzazu del Castillo Figueruelo
Vivimos en un mundo en el que cada vez se le da más importancia al cultivo de uno mismo. Pertenecemos a la cultura del individualismo, del yo por encima del otro y, por supuesto, del grupo. Competimos contra los demás, pero, especialmente, contra nosotros mismos con el objetivo de ofrecer cada día nuestra mejor versión y crecer sin límites.
Curiosamente, al mismo tiempo, somos parte de un mundo hiper-conectado gracias a las tecnologías y en donde estar ampliamente relacionado en el espacio on-line es algo en extremo valorado. Dedicamos un tiempo desproporcionado a interactuar a tiempo real o diferido con personas que no siempre conocemos bien.
Cada vez es más habitual chocarse con personas que deambulan por la calle mirando su móvil, observar a parejas o amigos que no se hablan, pues cada uno está interactuando vía whatsapp con otras personas; ver un espectáculo a través de la pantalla de móvil del individuo que tenemos delante y que no nos deja vivir este en vivo y en directo, discutir con amigos por malentendidos originados por mensajes de texto ambiguos, etc.
Las tecnologías nos aportan beneficios en muchos sentidos, pero hay que saber cómo emplearlas. La excesiva mirada hacia uno mismo y la conexión constante con personas con las que uno no está presente en ese momento son una combinación peligrosa, capaz de generar conflictos, estrés y sentimientos de vacío y soledad.
Empleados con moderación, los móviles, las tablets, las redes sociales, etc., pueden funcionar como un catalizador en nuestras conversaciones diarias. Pero deberían ser eso, un apoyo y nunca un sustituto. Nos hemos olvidado de mirar a quien nos habla y de escuchar con interés genuino sus palabras y sus historias. Hemos llegado a normalizar la escucha pasiva e incluso las muestras de algo que, en otro tiempo, hubiéramos considerado como de “mala educación” o “descortesía”. No es extraño que haya mucha gente que se sienta sola actualmente, pese a estar rodeada de amigos y/o familiares.
Por otro lado, resulta un tanto incoherente nuestra motivación por enseñar a los niños a mirar a los ojos cuando hablan o se les habla y después ignorar este mismo consejo cuando somos nosotros los protagonistas.
Compartir música, fotos, vídeos, historias, etc. Valiéndose de las tecnologías para ello es enriquecer nuestra interacción con el otro. Pero cuidado, procura no perderte en ellas o basar tu comunicación exclusivamente en contenidos audiovisuales. Tus palabras, tus gestos y tu mirada son ingredientes fundamentales en una buena conversación y suelen ser más responsables de la complicidad que se genera entre parlantes.
¿Podemos evitar caer en la trampa del individualismo y del abuso de las tecnologías? Podemos tomar consciencia y reivindicar los aspectos más humanos de la interacción con el otro, especialmente si ya hemos sido víctimas de los conflictos, el estrés, los sentimientos de vacío o la soledad que estos pueden provocar a la larga.
Algunos ya se han dado cuenta de esto y han desarrollado medidas interesantes para facilitar el “autocontrol”. Existen restaurantes, por ejemplo, en cuya entrada disponen de un lugar especialmente reservado para depositar los móviles y otros aparatos electrónicos. También se han desarrollado aplicaciones para el móvil (p.ej. Dinner Time) que permiten programar periodos de tiempo en el que el dispositivo queda inoperativo. Ambas iniciativas permiten desconectar de las tecnologías durante el rato que estamos comiendo o tomando algo con un amigo, pareja o familiar. Ayudan a estar más presente y conectado con la otra persona, haciendo que el encuentro sea mucho más gratificante para ambos. Y algo no menos importante, permiten dar descanso a nuestra vista y nuestra mente por unos valiosos instantes.
“…Deje aquí su móvil… ¡y disfrute de la compañía!”