Aranzazu del Castillo Figueruelo
Las personas tenemos una curiosa tendencia a aferrarnos a ideas y/o a cosas pasadas, presentes y futuras. Nos agarramos a recuerdos que recuperamos selectivamente, a veces a bien, a veces a mal. Nos resistimos a modificar circunstancias actuales que valoramos positivamente y que, en muchas ocasiones, sobreestimamos o idealizamos. Nos amarramos a un futuro imaginario en forma de metas poco realistas u objetivos realistas, pero que son difíciles de conseguir y que, después de un tiempo, pueden haber dejado de compensar por implicar demasiado esfuerzo, tiempo y sufrimiento.
Toda esta tendencia hace que estemos menos presentes y conectados con lo que simplemente es, con lo bueno y con lo malo. De alguna manera, nos impide observar con nitidez el momento actual porque proyecta nuestra mente hacia realidades paralelas. Esto puede provocar frustración, por lo que aún no es; tristeza, por lo que ya no es; o ansiedad y/o miedo, por lo que puede dejar de ser.
Es esta actitud la que a veces hace que nos perdamos los pequeños cambios que, de manera natural, se van produciendo en nosotros y en nuestro entorno. Al no darnos cuenta de estas transformaciones, la nueva realidad nos pilla desprevenidos y así nos resulta más difícil de encajar. Por otro lado, pasar por alto estas alteraciones hace que perdamos oportunidades día a día. Nos entristecemos por los imprevistos que, ¿por qué no?, podrían ser la puerta que abre nuevos e interesantes caminos.
Nos aferramos a personas. Por ejemplo, a viejas amistades de las que, por el devenir de las cosas, uno se ha ido distanciando porque evoluciona de manera diametralmente distinta. Las mantenemos por hábito, pero muchas veces no nos aportan grandes cosas o, peor aún, nos hacen experimentar un abanico de emociones negativas (añoranza, agobio, sensación de estar siendo enjuiciado, etc.).
También nos agarramos a parejas (presentes o posibles). El miedo a sentirse solo a veces impulsa a uno a luchar una y otra vez por la pareja y a aceptar cualquier trato con tal de no ser abandonado, aunque todo parezca indicar que no es la persona con la que debamos estar. Nos olvidamos de que las relaciones no tienen que ser campos de flores, pero tampoco campos de batalla. Fluir sí, luchar no.
Nos anclamos en lugares (casas, ciudades, países, etc.) porque son nuestra zona de confort y salir de ello da miedo y, por supuesto, da miedo empezar de nuevo (aunque hayamos sido capaz de hacerlo muchas veces). Nos creemos eso de “más vale malo conocido que bueno por descubrir” y actuamos en consecuencia. Nos inspiran lugares a los que viajamos y sus culturas. Envidiamos a aquel que se ha atrevido a volar del nido y a vivir una experiencia por algún país lejano. Pero nosotros, nos quedamos. Y si ya se han hecho cambios previamente, resultará más difícil movilizarse, salvo que se haya aprendido a dar menos importancia a este aspecto.
Nos aferramos a trabajos que no nos hacen sentir bien y que nos apagan progresivamente. Lo sabemos, pero, muchas veces, elegimos quedarnos porque nos ofrecen ciertas garantías de que nos darán para comer, aunque no siempre es así. También a proyectos, en los que hemos puesto mucha ilusión y esfuerzo. Nos resistimos a dejarlos ir, a pesar de haber recibido repetidos portazos en nuestro camino para lograrlos. ¿Cuál es el punto clave en el que lo más inteligente sería dejar de persistir con tanta perseverancia?
Siguiendo a Aristóteles, la actitud frente a este y los anteriores aspectos debe ser una búsqueda del punto medio entre la reflexión y la acción. Es decir, atreverse a salir de la “rueda de hámster” que implica conformarse con lo que viene, pero con cierta mesura y prudencia. Puedes saltar en paracaídas, pero asegúrate antes de lanzarte con el equipo adecuado. Suelta todas esas cosas (actividades, relaciones, lugares, etc.) que te restan, pero suéltalas con cabeza, no por impulso, especialmente si eres una persona pasional. Analiza los pros y contras, las implicaciones que tendría el cambio en otras áreas de tu vida, imagina y prevé posibles dificultades, etc.
Al final, se trata de “soltar” gradualmente y perder el miedo a tomar decisiones y cambiar. Implica darse cuenta de que ninguna decisión es tan trascendental como pensamos en un principio. Damos tanta relevancia a cada elección que es lógico que nos de miedo dar cada paso.
Tres reglas básicas: atreverse, soltar amarres y no anticiparse. Actuar como un niño que disfruta con lo que viene y recuerda con cariño lo que fue, sin idealizar. Proyectarse hacia el futuro para motivarse, pero mantenerse enraizado a la realidad, para saber cuándo hay que dejar ir proyectos, personas, etc.
Y en todo este proceso de liberarse y cambiar es importante explorar otras facetas de uno mismo o áreas de interés, porque serán las que nos den pistas para saber después hacia dónde dirigir el nuevo rumbo. Cocina, pintura, artes marciales, profesor de idiomas… ¿por qué no? Pero pruébalas en pequeñas dosis antes de soltar lo anterior e ir a por ello con todas tus fuerzas.