Por Galo Martín

Fotografías por Daniel Martorell

Lo sagrado y lo mundano distan 68 peldaños de distancia en la floral Funchal. En lo alto de la escalinata se alza la iglesia de Nossa Senhora do Monte, justo abajo aguardan los fornidos carreiros. Al santuario los romeros ascienden de rodillas y los turistas prefieren deslizarse al centro de la ciudad sentados en un carro de cesto y experimentar la misma sensación que atrapó a Ernest Hemingway.

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Los carreiros se remontan a 1850, cuando sus trineos de mimbre se usaban para transportar alimentos y otros enseres. Con el paso del tiempo se mejoró las condiciones de acceso a Monte (a cinco kilómetros de distancia de Funchal –la capital de Madeira– y a 550 metros de altura), se tendió una vía férrea (clausurada en 1939) y el lugar se pobló de quintas, villas de recreo y se construyeron los primeros hoteles de la Isla, como el Belmonte. Huéspedes e ilustres personajes, como Hemingway, disfrutaron de este medio de transporte burgués durante una época. En la actualidad, es una atracción turística en la que dos carreiros guían un carro de cesto, compuesto por una carcasa de mimbre dispuesta sobre dos ejes de madera (similares a unos esquíes) a los que se atan unas cuerdas para dirigir el sentido de la marcha. Los carreiros para frenar el trineo, además de la maniobra con las cuerdas, se valen de un trozo de neumático que atan a las suelas de sus botas.

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El recorrido de este tobogán urbano se extiende a lo largo de dos kilómetros. Los que separan la puerta del cerrado Hotel Belmonte y la calle Livramento. Este vertiginoso trazado que discurre por el Caminho do Monte se realiza en unos diez minutos y se llega alcanzar una velocidad de 45 km/h. Hay turistas que quieren que se baje aún más rápido, confiesa el carreiro Paulo Jorge Bacalhau, con más de siete años de experiencia en descensos a tumba abierta.

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Viste de rigor; de blanco y con sombrero de paja. Por supuesto, luce esas botas-freno que compra en el vecino pueblo de Câmara de Lobos y que dice cambiar cada tres meses (cuestan entre 70 y 80 euros). Un primo le introdujo en esta profesión (que solo desempeñan hombres) a la que se dedica a tiempo completo. Al haber más turistas aumenta el número de plazas a ocupar en los carros de cesto, pero si no hay descensos no se cobra. Un trabajo duro, más si está lloviendo, desvela Paulo, ya que se necesita más fuerza a la hora de frenar sobre el suelo mojado. Aunque peor debía ser antes, cuando el camino era empedrado y el regreso al punto de salida se hacía a pie, con el carro al hombro. Hoy los trineos de mimbre se deslizan sobre asfalto y una camioneta carga con los cestos y carreiros hasta la puerta del hotel Belmonte. Tras su jornada, Paulo recoge su mochila, que cuelga de un clavo en la pared de piedra que hace esquina para subir a la iglesia, dejando atrás el olor a goma quemada.