Por Mari Pérez

Fotografías por José Chiyah Álvarez

La vida que rezuma Marrakech continúa más allá de su medina. Más allá de esta ciudad roja hay una costa y en ella un lugar que sorprende. A menos de tres horas en coche, el ajetreo de la urbe da paso al ruido de las olas y al graznar de las gaviotas. Es Mogador, el puerto que los portugueses esculpieron en la costa, origen de la ciudad que un sultán llamó Essaouira, puerto de mar y de vientos, balcón abierto a la vida que se cuelga hacia el Atlántico.

Un vuelo parte de Canarias y aterriza en el aeropuerto de Menara en Marrakech y de pronto las calles son ventanas de aromas exóticos, caminos que recorren los colores de África, el arcoíris que atraviesa Marruecos y sus ciudades. A este lado del Atlántico, Marrakech habla por sí sola. Es una ciudad atractiva cuyas calles envuelven al viajero, absorto entre el resplandor rojo y el aroma exótico de algo que recuerda a Oriente.

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A Marrakech se llega a pasear, a recorrer el laberinto de vidas que es su zoco, a degustar el atardecer de la medina… De fondo, la oración y un sin fin de caminos por trazar que alientan al viajero. Porque desde Marrakech las carreteras parten indiscretas, dispuestas a descubrir otras rutas en las que perderse. Puede ser un paisaje de cascadas o un desierto, un oasis de palmeras o de playas infinitas o un respiro costero que silba desde el mar, ondeando al aire sus murallas rosas. Esa costa es tu destino, porque el viento siempre sopla hacia Essaouira.

Essaouira (“la bien diseñada”) es la antigua Mogador portuguesa. El puerto atlántico que late sin descanso protegido por un arrecife natural, las Islas Púrpuras. A los pies del gran Atlas y con la mirada puesta en el horizonte, esta ciudad se asoma al océano, mojada de sal y de gaviotas. El aire marino y vital de un puerto de pescadores nace cada día, bullicioso, alegre, vecino de las Islas Canarias, que también son del Atlántico. Este puerto es un destino amable y cercano porque se ubica en un país cuyo océano compartimos.

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180 kilómetros es la distancia que divide la Ciudad Roja del Mogador púrpura. Un viaje que sorprende nada más llegar, porque Essaouira juguetea en los límites de la costa. No es una ciudad grande. No atraviesa sus calles un ajetreo indomable de gentes y de coches. Essaouira es una ciudad fortaleza que guarda en su interior el vaivén incesante de la vida cotidiana.

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Tras el muro, se oye el eco del bullicio que se acentúa nada más acercarse a una de las tres puertas que da acceso a la medina. Esta ciudad vieja, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, conserva historias del pasado en las paredes blancas de sus casas. De azul se pintan las ventanas que han visto cómo sus callejuelas se convertían en el refugio bohemio de los hippies o en el escenario de historias extraordinarias. Orson Welles paseó a Othelo por las calles que conducen a la Skala de la Kasbah, a los bastiones de esta ciudad de murallas desde las que puede verse el oleaje del océano y el recorrer del viento. De música se empapan sus esquinas, pues cada mes de junio el Festival Gnaoua (para algunos el “Woodstock” marroquí), convierte sus plazas en conciertos, sus avenidas en una exposición de melodías diversas, fascinantes, que inflan de colores el ambiente. La música contagia la medina. Entra en los talleres, en las tiendas, en las galerías de arte y en los bares. Es el ritmo de la tradición que deambula en este amasijo de calles que es la ciudad vieja. Durante el día, Essaouira es un bazar, un cóctel de vidas y salitre que observar en el Mercado Souk el Jdid, en la Plaza de Moulay Hassan, en la Avenida Oqba Ibn Naffia, en el puerto que da paso a su bahía, adornada por las velas de los windsurfistas que se atreven a ondear el viento. La Perla del Atlántico atardece ante la playa inmensa. Hace fresco aun en verano, pues el viento no cesa y la arena acaricia sin piedad la piel rosácea de esta ciudad de los Alisios.

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Dicen que al atardecer en la ciudad del deseo… “todas las voces del mar, del puerto, de las calles, de las plazas, de los baños públicos, de los lechos, de los cementerios y del viento se anudan y cuentan historias.”