Por Salvador Aznar

Ya estábamos llegando a nuestro nuevo destino y a través de la ventanilla del avión de Binter, en el que me trasladaba, podía vislumbrar con bastante detalle la volumetría de la volcánica isla de Madeira. La visión aérea de esta verde y escarpada ínsula, que parecía anclada en medio del inmenso mar azul, estimulaba mis deseos de aventura y descubrimiento.

En mis primeros recorridos por la costa e interior de la isla no dejaba de maravillarme con la limpia belleza de sus paisajes, el tipismo de sus pueblos y el hospitalario carácter de sus habitantes. Sin olvidarme, por supuesto, de su rica gastronomía y de sus exquisitos y reconocidos vinos.

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Mi sorpresa y fascinación crecían a medida que recorría las poblaciones y parajes de la isla. Funchal, Monte, Pico de Areiro, Santana y sus famosas casas con tejados de paja, Porto Moniz, Seixal, Porto da Cruz, todos ellos lugares de singular belleza y fascinación, que ningún viajero debería dejar de visitar.

Pero de manera especial, el pequeño y apacible pueblo de pescadores conocido como Cámara de Lobos, emplazado en la costa suroeste bajo la atenta mirada del Cabo Girao, el acantilado más alto de la isla, acabó llevándose gran parte de mi atención.

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Con la cámara lista sobre el trípode y buscando los mejores encuadres para la toma, allí estaba yo, en el segundo día de mi periplo fotográfico, emplazado en un estratégico y elevado rincón a la entrada del pueblo desde el que se dominaba el puerto y parte de la bahía. Mientras busco los mejores ángulos para la toma descubro en un rincón de mi puesto de observación una placa que me hace saber que Sir Winston Churchill se instaló en ese mismo lugar con su caballete y lienzos para inmortalizar el paisaje de este pintoresco pueblo durante su visita a Madeira en enero de 1950.

Gratamente sorprendido al comprobar que había coincidido en la elección del punto de observación con tan ilustre personaje, recordé que con anterioridad ya había encontrado la huella de Churchill en mi viaje a la ciudad de Marrakech, donde desde 1935 el célebre político británico solía acudir para pasar largas temporadas y, de paso, plasmar en sus lienzos algunos de los exóticos paisajes de la zona, desde la terraza de su suite en el Hotel La Mamounia.

Para la mayoría de la gente, la imagen de Churchill está relacionada con la de un personaje regordete, vestido con chaleco y pajarita que fumaba grandes puros, pero este aristócrata nacido en 1874 también fue un joven inquieto que antes de conquistar la inmortalidad como político ejerció como soldado, historiador, biógrafo, corresponsal de guerra, orador, novelista, aviador y pintor entre otras aptitudes.

Tras este anecdótico y reflexivo encuentro con tan insigne personaje, decidí seguir visitando el pintoresco pueblo de Cámara de Lobos, que debe su nombre a la cantidad de lobos marinos que los descubridores Joao Goncalves Zarco y Tristao Vaz Teixeira encontraron en sus costas cuando en el año 1430 establecieron allí el primer asentamiento humano de la isla.

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Después de un paseo tranquilo por sus calles y plazas, ascendiendo hasta los barrios altos o recorriendo la playa del puerto donde el pescado se secaba al sol tendido en las cubiertas de las grandes barcazas, se hacía imprescindible una ascensión hasta el Cabo Girao, donde un moderno mirador con suelos de cristal, instalado en lo más alto del acantilado, ofrece al visitante un estratégico punto desde el que se pueden disfrutar impresionantes perspectivas de la zona. El camino se me hizo más largo de lo esperado porque en cada curva surgían nuevas e impresionantes vistas del pintoresco pueblo que reclamaban mi interés fotográfico.

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El deseo de capturar una imagen del lugar cuando comienzan a encenderse las primeras luces artificiales y mientras el cielo todavía permanece con oscuros tonos azules, en lo que defino como la hora mágica, me hizo retornar hasta el emplazamiento que en la mañana había compartido con el espíritu de Churchill. Terminada la sesión de fotos, me obsequié con un merecido banquete gastronómico en el que no podían faltar las lapas y el pescado, regados con un buen caldo de la isla y como postre un exquisito vino dulce, ese que tanto gustaba al ilustre político inglés.

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Salud, saúde, Mr. Churchill… ¿O mejor debería decir cheers?

A la mañana siguiente nos esperaba una ruta por las levadas, unos peculiares senderos que evolucionan sobre los canales de riego que rodean la isla.  Estos senderos han llegado a convertirse en una de las más populares ofertas de turismo activo que ofrece Madeira. Donde además de bellos paisajes e historias curiosas, el viajero puede disfrutar de excitantes actividades tales como parapente, mountain bike, submarinismo o montañismo, entre otras.