Por Aranzazu del Castillo Figueruelo

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada vez son más diagnósticos de este problema entre la población infantil. Se ha convertido en una inquietud prioritaria debido a su elevada prevalencia, las alteraciones que tiene asociadas tanto a corto, como largo plazo y las posibilidades terapéuticas que tiene si se detecta a una edad temprana.

            El trastorno por déficit de atención e hiperactividad es un problema de origen neurobiológico que muestra sus primeros síntomas en la infancia, generalmente antes de los 7 años. Conlleva dificultades en la autorregulación, lo cual se traduce en déficits en el mantenimiento de la atención (el niño se aburre y se distrae con facilidad) y en el control de la impulsividad (es impaciente, interrumpe, le cuesta planificar el futuro, no piensa en las consecuencias de sus actos, etc.) y en un elevado grado de actividad motora y/o mental (hiperactividad) (es incansable, no para quieto, no puede permanecer sentado, lo toca todo, etc.).

            Un reciente estudio ha estimado una prevalencia del 4,9% de niños con TDAH en una muestra representativa de población escolar canaria (niños de 6 a 12 años), siendo el subtipo inatento (3,1%) más frecuente que el hiperactivo-impulsivo (1,1%). Aunque podría deberse a una manifestación diferente de síntomas que aún ha sido poco analizada, las investigaciones muestran que el TDAH es más frecuente en niños que en niñas. Estos datos coinciden con lo establecido por uno de los sistemas de clasificación diagnósticos más conocidos (DSM-IV), que estima una prevalencia de entre un 3-7%.

            La falta de información respecto a los síntomas del TDAH y el origen neurobiológico de los mismos hace que muchas veces estos niños acaben siendo calificados como “maleducados” por las personas con las que interactúan. Por una parte es comprensible debido a que el conjunto de conductas que manifiestan son altamente molestas y pueden llegar a desbordar a quien las recibe (familiares, profesores, compañeros de colegio, etc.). Además, es bastante frecuente (entre el 40-60%) que el TDAH curse en combinación con otros problemas psicológicos como el trastorno negativista desafiante, las dificultades de aprendizaje, los trastornos de ansiedad o los trastornos del estado de ánimo.

            El TDAH es un problema crónico. Los déficits se ponen de manifiesto desde una edad temprana y se van agravando con el desarrollo, conforme incrementan las exigencias del entorno del niño. La detección, diagnóstico e intervención precoz es fundamental para ayudar a la persona con TDAH a desarrollar al máximo su potencial. Es un problema detectable en diferentes contextos de la vida del niño (en casa, en el colegio, en las actividades extraescolares) y en ellos causa una elevada interferencia. A nivel escolar, por ejemplo, es frecuente el fracaso y posterior abandono escolar si no se ofrecen los apoyos adecuados.

            Si la educación de un hijo supone un reto en sí mismo, la de un niño con TDAH implica un desafío continuo para sus padres. Debido a sus dificultades de base para seguir normas, autorregularse e inhibir respuestas impulsivas, las estrategias usuales -y que tal vez hicieron servir con otro hijo/a- no siempre funcionan en estos casos. Esto genera sentimientos de frustración, inseguridad y culpa en los padres y los lleva a actuar de una manera más inconsistente con sus hijos –a veces más permisivos, otras más punitivos. Como es previsible, esto repercute en el niño que no solo no mejora su conducta, sino que muchas veces la empeora, convirtiendo la situación en un círculo vicioso.

            El abordaje del TDAH requiere de una actuación coordinada y dirigida a diferentes niveles (niño, familia y escuela). En todos ellos la información sobre el problema y el entrenamiento en estrategias conductuales (p. ej., cuándo y de qué modo premiar y castigar, cómo poner límites, etc.) es fundamental para promover el desarrollo adaptativo del niño.