Por Álvaro Morales

Fotografías por José Chiyah Álvarez

El Hierro no suele difundirse por sus atractivos costeros, sino por sus maravillas submarinas. Pero existe un rincón en el inolvidable Mar de las Calmas, que está muy lejos de envidiar cualquier tesoro planetario. La cala de Tacorón lo tiene todo para probar que lo del frasco pequeño y la excelencia están muy cerca del abrazo.

No se sabe bien si en otros mares y países han existido peces tan célebres como el conocido mero Pancho de la isla de El Hierro. Sus continuas apariciones en múltiples reportajes televisivos y documentales lo elevaron a la categoría de mito entre los peces del Atlántico. Su pérdida fue muy sentida, pero su existencia y fama reforzaron, como nunca y con permiso de las recientes erupciones submarinas, la celebridad del conocido como Mar de las Calmas, su casa de siempre y uno de los lugares más sorprendentes, ricos en vida y maravillosos de las Islas Canarias.

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Ese rincón digno de unas vacaciones para la familia Cousteau esconde una cala que sería perfecta para cualquier pintor naturalista de la mejor hornada. Decir Tacorón (o Tecorón, fórmula que también se usa) es como evocar el mejor de los perfumes en frasco pequeño. Quien conoce esta pequeña playa, con su emblemática cueva, su negro volcánico que la envuelve, sus tonos ocres y rojos en claro contraste y su mar de caricias, lo sabe de sobra. Quien no la conoce y tiene el gusto, simplemente repite. Y quien aún no lo ha hecho, ya está tardando. Demasiado.

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Llegar a este pequeño paraíso, enmarcado en la zona más visiblemente volcánica de la Isla, es relativamente sencillo. Si se toma la carretera general (H-4) que lleva desde el nuevo municipio de El Pinar hacia el célebre puerto de La Restinga, en la punta sur de El Hierro, solo queda coger un enlace a la derecha. La Restinga es, desde hace ya muchas décadas, el principal referente del submarinismo de la isla del Meridiano y casi del Archipiélago, por las maravillas escondidas en el citado Mar de las Calmas, que se despliega en todo su esplendor desde este cabo hacia el suroeste, justo hacia el faro de Orchilla, zona concebida durante mucho tiempo casi como el final del mundo conocido para los europeos.

En ese excepcional mar, que no podía tener nombre más preciso y descriptivo porque las aguas permanecen dormidas, echadas, inmóviles casi todo el año, la cala de Tacorón sorprende por su sencillez, belleza cromática, pequeñas dimensiones pero grandeza en tranquilidad, sosiego, desconexión: vida. Para llegar a ella, hay que bajar por la citada carretera H-4, alcanzar el centro de interpretación vulcanológica, que se ubica a la izquierda de la vía, y tomar el enlace que aparece un poco más abajo, a la derecha. Se trata de una carretera más estrecha (la H-410), asfaltada en gran parte del tramo que nos interesa, pero que continúa como pista de tierra (con partes peligrosas, eso sí), si uno se quiere adentrar en la zona baja de la cordillera, que sirve de excelente balcón y mirador del Mar de las Calmas. Un área protegida (como toda la Isla), pero especialmente por los grabados rupestres guanches que esconde.

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Tacorón multiplica las sorpresas. Si se obvia la pista de tierra y se sigue la asfaltada, se toman seis curvas en inesperado serpenteo hasta alcanzar una última bifurcación: hacia la derecha, otro camino de tierra, de característico, marcador e inolvidable color rojo, lleva por fin a la cala; pero, si se sigue por el piche, se descubren dos zonas de baño preparadas y cuidadas, con escaleras y sendos solárium. Esta parte se conoce también como Tacorón y es muy visitada por los placenteros baños que regala, la opción de lanzarse al dormido Atlántico desde múltiples zonas, los paseos, la existencia de diversas plazas de aparcamiento y de un restaurante-chiringuito que, si bien no está abierto todo el año, alivia gargantas, calma sed y ataques de hambre cuando sí lo está. Y todo, marcado por la fuerza de la lava, sus caprichosas formas, su negro penetrante sazonado de colores dignos del mejor Manrique y su romance perpetuo con el océano.

No obstante, lo mejor queda al final de la citada vía de tierra roja. A escasos 100 metros, y también sin excesivos problemas para aparcar, espera la famosa, pequeña y entrañable cala. Un camino fácilmente visible a la derecha lleva hasta un tesoro de fina arena negra y rojiza, de mar que la besa casi todo el año, de puestas de sol inolvidables y una inevitable sensación de libertad (nudismo incluido, si se desea). Sus dimensiones no son muy grandes, aunque, por supuesto, se agigantan en bajamar. La cueva situada en la parte superior derecha le da un toque casi de isla perdida con derecho de hospedaje. Aunque hay que tener cuidado porque se trata, en parte, de una estructura geológica débil que hace que caigan piedritas y a veces elementos mayores, descansar en su sombra y hasta dormir, casi sobrepasa la dimensión de palabras como placer. Es como si el tiempo se parase, como si la combinación de tierra, mar y aire, con un sol casi perpetuo todo el año, algo característico del sur herreño, hiciese aquí un esfuerzo especial para dejar huella. Quien va, repite.

Penetrar en sus refrescantes aguas resulta curioso, pues parece casi un sacrilegio romper esa tranquilidad, al tiempo que un crimen no hacerlo en pro del equilibrio de mente y cuerpo. Por supuesto, se puede nadar lejos (siempre que la excepción de la calma no se rompa) y uno no puede más que disfrutar de las vistas hacia la cordillera o el horizonte, de la mezcla de colores aderezada de sal y sol, al tiempo que recordar que nos bañamos en el reino de Pancho, de un mero para la historia que disfrutó de este paraíso herreño toda su vida. Un verdadero privilegio.