Por Juan José Ramos Melo

Nos sorprendería saber que en las islas Canarias se han extinguido, desde la llegada del ser humano, entorno a una docena de especies de reptiles, mamíferos y aves exclusivas del Archipiélago, que no han vuelto a ser observadas y que conocemos sólo por sus restos fósiles o por la aparición en crónicas escritas de los primeros hombres modernos que llegaron hasta aquí.

El primer poblamiento de las islas por parte de seres humanos, hace más de dos mil años, generó un importante impacto en la exclusiva y frágil flora y fauna local. La llegada de animales herbívoros, como cabras y ovejas que acompañaban a los nuevos colonos, la recolección de huevos de aves, el marisqueo y la caza de animales para alimentarse, impactó negativamente sobre una serie de especies escasamente adaptadas a la presencia de un superdepredador como el ser humano.

Ya bien entrado el segundo milenio de nuestra era, en el siglo quince, comenzó una nueva oleada de colonos, hombres modernos llegados de Europa dotados de tecnología y conocimientos para trasformar la naturaleza a su antojo. La búsqueda de nuevas tierras de cultivo arrasó miles de hectáreas de bosque, hábitats exclusivos de las islas como los palmerales, sabinares, acebuchales y el monteverde se vieron muy reducidos en un periodo muy corto de tiempo. La intensificación de la actividad ganadera, con miles de nuevas cabezas ramoneando sobre plantas únicas,  moldearon y erosionaron el suelo transformando intensamente el territorio. Se sumaron al efecto silencioso todos aquellos animales que acompañaron a los nuevos colonos: perros, gatos, ratas, ratones, cerdos y otros seres, que camparon a sus anchas en unas islas en las que nunca había habitado un depredador de la magnitud de un perro o un gato.

En la actualidad es conocido el grave efecto que generan los gatos asilvestrados sobre la fauna salvaje. Cada año mueren millones de aves, pequeños mamíferos y reptiles en sus cacerías, siendo responsables de la desaparición en el mundo de varias especies exclusivas de islas, animales muy adaptados a los territorios insulares que carecen de estrategias o medios para huir de sus garras. Las ratas y ratones por otro lado son grandes comedores de huevos y polluelos de aves, un manjar fácil de obtener que ha llevado a la extinción a varias especies de aves marinas que se reproducían en diferentes islas del planeta.

Las islas Canarias no se libran de este fenómeno global de extinción y pérdida de especies. La lista de especies extinguidas en las islas no ha parado de sumar nuevos inquilinos, especialmente en los últimos 500 años tras la llegada de los europeos. En ella encontramos al lagarto gigante (Gallotia golliath) que vivió junto a otros lagartos de grandes tallas en las islas occidentales del archipiélago. Estos reptiles fueron cazados por los aborígenes y usados como alimento. Hoy aún encontramos algunas especies de menor tamaño, que probablemente se adaptaron mejor a las nuevas condiciones de las islas, sobreviviendo al efecto devastador del ser humano.  

Las ratas gigantes y ratones de las islas fueron los únicos mamíferos nativos terrestres no voladores que convivieron con los aborígenes. En Lanzarote y Fuerteventura vivió un ratón de unos 20 centímetros del que se conoce muy poco, el ratón de Malpaís  (Malpaisomys  insularis), que pudo desaparecer por la competencia y efecto del ratón doméstico (Mus musculus) llegado junto a los primeros pobladores europeos.

En las islas centrales vivieron dos especies endémicas de ratas gigantes, de alrededor de un kilo de peso y muy adaptadas a las condiciones de las islas. La rata gigante de Tenerife (Canariomys bravoi), descubierta por Don Telesforo Bravo en los años cincuenta del pasado siglo en las cuevas de La Ladera de Martíanez, en el Puerto de La Cruz, probablemente estuvo muy ligada a las zonas boscosas donde se alimentaba de frutos, brotes, invertebrados y otros recursos. Y la rata gigante de Gran Canaria (Canariomys tamarani), con costumbres más subterráneas, habitante de territorios abiertos y una dieta al parecer vegetariana. Ambas sirvieron de alimento a los aborígenes apareciendo restos de huesos quemados en diferentes yacimientos, hasta su reciente extinción tras la llegada de los europeos.

Las aves se llevan la peor parte de esta lista de animales extintos. Aves marinas como la pardela del Malpaís (Puffinus olsoni), al parecer desaparecida en época aborigen, conocida tan sólo en las islas orientales donde se han encontrado huesos en cuevas habitadas, lo que hace suponer que sirvieron también de alimento a los aborígenes en épocas de penuria y escasez de recursos. También asociada a este tipo de yacimientos, pero de todas las islas, encontramos la codorniz canaria (Coturnix gomerae), una especie de codorniz con patas largas, robustas y alas muy cortas, características típicas de un ave no voladora. Características morfológicas como las del escribano patilargo (Emberiza alcoveri) unas de las pocas aves cantoras no voladoras que se conocen en el planeta, que vivió correteando por los suelos de las zonas boscosas de Tenerife, y que pudo desaparecer hace unos pocos cientos de años debido a la destrucción del bosque y los efectos de los animales introducidos por los europeos.

Un caso similar encontramos en la isla de La Palma donde se hallaron unos pocos huesos de un raro pájaro que probablemente también tenia el vuelo muy limitado: el verderón de Trías (Carduelis triasi), del que se conservan restos en muy buen estado, y que llevó al autor de su descubrimiento, en los años 80, a sugerir la posibilidad de que aún podrían sobrevivir en algún remoto lugar de los bosques de la laurisilva palmera.

La más reciente extinción se produjo en el último siglo. El ostrero unicolor canario (Haematopus meadewaldoi), de hábitos costeros, se alimentaba principalmente de lapas y mejillones, y es probable que sus huevos y pollos sirvieran de alimento a los aborígenes y a ratas y gatos asilvestrados tras la llegada de los europeos a Fuerteventura, Lanzarote y el archipiélago Chinijo, las islas donde habitó. Sin embargo el golpe de gracia a está especie se lo asestaron los propios naturalistas y coleccionistas, que al servicio de los grandes museos de historia natural del siglo XIX, recorrían fusil en ristre distintos lugares del planeta en busca de raras especies de flora y fauna con el objeto de aumentar las numerosas y vastas colecciones científicas. De este modo fue muy cotizado el ostrero canario a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Hoy en día alrededor de una docena de estas aves colectadas en Canarias figuran entre las colecciones científicas de prestigiosos museos, como el British Museum de Londres, etiquetadas como “extinguido”. Una extinción que representan la desaparición total de todos los ejemplares o individuos vivos de una especie y la pérdida para siempre de unas formas de vida, de las que llegamos a conocer muy poco y de la que nunca sabremos nada más.