Por Francisco Belín

Ilustración por Carla Garrido

El litoral, las playas, los paseos marítimos… Canarias propone en pleno agosto no solo entornos aliados de sombrilla y bañador –como antaño proclamaba el topicazo–, sino una gastronomía que concilia criterios de bienestar y afinado producto local para combatir los calores. En cualquier caso, hay vida (gastronómica) más allá de los clásicos chiringuitos y el viajero va a ver colmada su satisfacción.

Satisfacción multiplicada por ocho y con opciones de bares de siempre y formatos de fast good que han mejorado. Conviene desplegar una cartografía de iconos y tirar de brújula para que la viajera decida si camarones / cerveza helada, si sartenada de lapas con mojo (rojo o verde) / vino blanco canario.

En el primer caso vamos orientados si en Tenerife localizamos lugares míticos en Candelaria o en Los Abrigos, por delimitar, en la isla donde comer bien es credencial. Con las lapas acotemos El Hierro –en La Restinga– y su vino prodigioso; y La Graciosa, en Caleta de Sebo, que plantea esta especialidad como boccato di cardinale.

Atún, aguacate, tomate-tomate… En Gran Canaria vamos a degustar exquisiteces de la tierra y del mar de Mogán; pescado fresco (cherne, medregal, sama roquera o la morena), claro está. La sierpe marina nos traslada a Lanzarote, al Risco de Famara, donde el chip y un blanco de La Geria son insuperables.

Fíjese bien en que aún no prescindimos del bañador, una ventaja si apetece más baños de mar. Probaremos quesos, obligado, y, en un saltito en ferri a Fuerteventura, sus tan afamadas elaboraciones de leche de cabra majorera. Haremos boca para el pescadito fresco como esa lustrosa vieja a la espalda en Corralejo.

En La Gomera, homenaje con un puchero canario en Las Hayas, el de doña Efigenia –pregunten a Angela Merkel–, mientras que en La Palma apetece el recorrido por Santa Cruz –previo aperitivo en Los Cancajos– empezando por la calle Real. Aquí, no terminar con postre (un príncipe Alberto) será delito.