Por Elena Ortega

 Las tranquilas ensenadas de Ponta Delgada atrajeron a los pescadores para dar vida a un pequeño pueblo que acabaría convirtiéndose en el puerto principal de San Miguel y en uno de los más importantes de las Azores. Esta capital insular, repleta de iglesias y conventos, es actualmente una ciudad marcada por su firme personalidad cosmopolita, pero rebosante de la naturaleza que la embiste.

La «isla verde», tintada por sus bosques, lagunas volcánicas y montes, es un vergel exuberante que atrapa a su capital. Perfilada por bosques esmeraldas, salpicada por naranjos y plantaciones de piñas y arrullada por el Atlántico, Ponta Delgada es la puerta de entrada, no solo a la más grande y diversa de las Azores, sino, en muchos casos, también al resto del archipiélago luso.

Situada en el suroeste de la ínsula, sustituyó a la antigua capital, Vila Franca do Campo, tras su destrucción con el devastador terremoto de 1522, pero se consagró como tal años más tarde gracias al comercio internacional, principalmente de cítricos, entre Azores y Flandes o Inglaterra. Esa relevancia quedó reflejada en las iglesias, conventos y casas señoriales que, durante los siglos XVII y XVIII, empezaron a dar forma a su casco histórico e hicieron de ella la tercera ciudad más importante del país.

La mejor manera de adentrarse por sus calles de edificios encalados, vestidos con piedra volcánica, es hacerlo a través de las Portas da Cidade. Sus tres arcos sirven como acceso a la plaza del Municipio, presidida por el ayuntamiento y la iglesia de San Sebastián, con su imponente torre del reloj. Ante ella, suelos tapizados por mosaicos portugueses invitan a perderse por el resto del casco urbano, silueteado por otras iglesias como San Pedro, San José o la iglesia del Colegio de los Jesuitas, cuya torre no llegó a terminarse, pues la orden fue expulsada de la isla en 1759 por el marqués de Pombal.

Al convento de Nuestra Señora de la Esperanza, levantado en 1545, aún acuden los peregrinos para orar en su capilla dorada ante la imagen del Santo Cristo de los Milagros, la cual entregó en papa Paulo III a sus fundadores. Son precisamente las fiestas dedicadas al Cristo las más esperadas del calendario azorense. Otro convento destacable es el de San Andrés. En este caso, transformado en el Museo Carlos Machado desde 1943, aunque fue fundado por el naturalista en 1880. Con una amplia colección de piezas de botánica, zoología y mineralogía, invita a una inmersión en la geología, flora y fauna del archipiélago, pero también en la artesanía tradicional y el arte sacro, que rememora su pasado.

Si lo que se busca es echarle un pulso a la vida local entre puestos de fruta, verdura, pescado, artesanía y flores, el Mercado da Graça será el lugar.

De camino al puerto, las blancas paredes de Ponta Delgada ejercen como lienzos para artistas callejeros, quienes desbocan la inspiración irrefrenable de la urbe. Desde este punto, la avenida Marginal sale al encuentro con el Forte de Sao Bras, levantado en el siglo XVI y ocupado en la actualidad por el Museo del Ejército.

El ritmo sosegado de esta capital inusual está marcado por la naturaleza, algo de lo que dejan constancia los románticos jardines António Borges, Visconde Porto Formoso –en la actual Universidad de las Azores– o el fantástico Jardín Botánico José do Canto, con más de tres mil especies de plantas de los cinco continentes repartidas entre cascadas. A veintiséis kilómetros, los lagos Sete Cidades dibujan un paisaje irreal donde palpar estas tierras indómitas. Aunque será desde las costas de Ponta Delgada donde realmente nos sumerjamos en la Macaronesia más salvaje, ante los saltos de delfines, ballenas y cachalotes.