Por Elena Horrillo

Fotos Adobe Stock

Desde su fundación, Cádiz siempre ha mirado al mar. Por eso no es de extrañar que en los siglos XVII y XVIII, cuando la ciudad se convirtió en puerto de entrada del comercio con América, la arquitectura se pusiera al servicio de quienes no querían perder de vista las aguas del Atlántico ni los barcos que entraban a puerto: nacían así las torres vigía y cambiaba el perfil de Cádiz para siempre.

En 1717, la Casa de la Contratación y el Consulado de Indias se trasladan de Sevilla a Cádiz y con ellas el monopolio del comercio marítimo con las llamadas Indias Occidentales. Comienza así una época de esplendor que, por una parte, abarrota el puerto de embarcaciones que van y vienen de América con todo tipo de mercancías y, por otra, cambia el skyline de la ciudad, salpicándolo de torres vigía. Todo aquel comerciante que quisiera hacer patente su prestigio en aquella época de auge económico alzaba sobre su casa una torre mirador.

Estos añadidos, normalmente de planta cuadrada, orientados a poniente y de uno o dos pisos, tenían dos propósitos. Por un lado, permitían tener una vista privilegiada del tráfico comercial del puerto, y se constituían por tanto en fundamental punto de observación e información. Pero también poseían un componente lúdico, pues servían como lugar de reunión, con vistas privilegiadas, para los eventos sociales de la época. Asimismo, estas torres eran lo primero que veían aquellos que llegaban a Cádiz por mar, dibujando un precioso perfil de la ciudad, veteado de banderas, ya que cada comerciante colocaba su enseña sobre el punto más alto de la torre para que los barcos pudieran identificarlas desde alta mar.

Cádiz llegó a contar con 160 torres miradores, como lo atestigua la minuciosa maqueta de la ciudad de 1777 que se guarda en el Museo de las Cortes. Eso sí, quince años más tarde, en 1792, las ordenanzas municipales prohíben este tipo de construcciones al considerarlas en ese momento inútiles y por el peligro de derrumbamiento que acechaba a más de una. Hoy en día, el cielo de Cádiz esconde unas 130, aunque no todas son fáciles de encontrar.

La Bella Escondida es una de las que no se aprecian a simple vista desde la calle y que, además, puede presumir de ser la única construida con una peculiar planta octogonal. Se dice que su propietario la levantó para que pudiera verla su hija, que acababa de entrar en un convento, y así tuviera siempre presente a su familia; por eso, es visible desde las alturas, pero no desde la calle. Para apreciar sus pilastras teñidas de colores ocre es necesario escalar a otras torres, esas para las que horizonte de la ciudad no deja ningún secreto. La más conocida, y también la más alta con sus 45 metros, es la Torre Tavira. En su último piso aguarda una cámara oscura que permite contemplar los 360 grados de la ciudad en tiempo real y con un casi indecoroso detalle único.

Desde allí pueden contemplarse un buen número de pequeñas torres miradores que juegan a esconderse entre los antiguos palacios de la ciudad. Es el caso de la torre de la Casa de las Cadenas, que hoy alberga el Archivo Histórico Provincial y cuya portada barroca convierte a la que fuera casa del comerciante Diego de Barros en una imprescindible visita. Y es que no todas estas vigías imperecederas son visitables, algunas se encuentran en manos privadas y solo pueden observarse entre los estrechos huecos que permiten las callejuelas del centro histórico. Aunque también hay otras, como las que pertenecen a la Casa de las Cuatro Torres, que han sido restauradas, junto con el edificio de estilo neoclásico, para convertirlo en un hotel. El dueño de este antiguo palacio burló las leyes que prohibían construir más de una torre mirador por casa; dividió la manzana en cuatro partes, construyendo cuatro casas, cada una con su torre vigía. Que no se diga que en Cádiz no se tiró siempre de inventiva para no dejar de mirar al mar.