Bohemia, vanguardia y egos es lo que había en París en los años veinte. Cuando Ernest Hemingway, corresponsal del Toronto Star, oyó hablar de un lugar en el que los toros corrían sueltos por las calles, allá que se fue. En Navarra pescó, comió y bebió tanto que lo tuvo que contar en sus crónicas y novelas. Fiesta universalizó Pamplona.

Pamplona, con las montañas de fondo y el río Arga como testigos, ha sido un poblado vascón, un campamento militar romano, tres burgos medievales mal avenidos y una ciudad fortificada. Y en 1915 se amplió fuera de sus muros al estilo del ensanche de Barcelona. Intramuros, como Tokio, Hong Kong y Nueva York, creció en vertical. No fue un delirio de grandeza, sino un recurso arquitectónico habitacional. El casco antiguo de la ciudad, salvo el flanco sur, está rodeado por una muralla renacentista de cinco kilómetros, hoy más estética que defensiva. En el pasado esta fue una tierra fronteriza en la que siempre hubo enemigos al otro lado. El Portal de Francia, acceso situado en el lado opuesto de la meseta, solo estaba abierto para los peregrinos del camino de Santiago procedentes de Roncesvalles. Un reguero de personas no ha dejado de ascender por la calle del Carmen en dirección al albergue municipal y a la gran catedral pardusca de Santa María la Real. Oír o no el tañido de su campana de 12 toneladas de peso indica quién es cuenco (persona que vive en la cuenca de Pamplona por donde pasan los ríos Arga, Elorz y Sadar) y quién no.

También ascendentes son Santo Domingo y Estafeta, calles que los toros corren en Sanfermines a toda velocidad y que solo frenan su paso en la bajada previa a la entrada a la plaza de toros, un recorrido de algo menos de 900 metros que los astados y los corredores cubren en poco más de dos minutos. Balcones desde los que ver los encierros hay muchos, Hemingway los contempló desde el desaparecido Hotel Quintana y La Perla, ambos ubicados en la plaza del Castillo. Hasta 1844 se celebraron en este lugar corridas de toros. En la Pamplona vieja todos los caminos dan a parar a esta plaza. En ella se dan cita grupos de jubiladas pamplonesas que toman asiento al sol y los turistas que emulando a Ernesto invaden el decimonónico Café Iruña. El sitio cuenta con un salón interior, el Bar El Rincón de Hemingway y la terraza bajo la arcada que flanquea la gran plaza. Sin salir de este recinto se encuentra el Bar Txoko, un establecimiento nada señorial y menos explotado, pero también frecuentado por el periodista expatriado, Nobel de Literatura y Pulitzer, en el que a los visitantes estadounidenses les gusta hacer escala para tomarse unos pinchos y una copa de vino.

En la novela Fiesta se lee: «La primera comida en España siempre produce una conmoción». Conmoción que en Pamplona se puede deber al chuletón de vaca que prepara Gorka Aguinaga con koxkor en el Restaurante Iruñazarra o a la ensalada de tomate udagorri beltza, cremoso de Idiazábal ahumado y granizado de albahaca que crea Iñaki Andradas en Baserriberri. Ambos locales se encuentran muy cerca de la pequeña plaza del Ayuntamiento, punto en el que se juntaban los tres burgos: Navarrería, San Saturnino o Cernín y San Nicolás. Un espacio en el que parece mentira que el día del Txupinazo y el Pobre de mí puedan concentrarse unas doce mil personas.

Todo el que viene a Pamplona lo hace porque cree que va a ocurrir algo. Aunque la ilusión se haya perdido.