Aranzazu del Castillo Figueruelo

Hace algún tiempo irse de fin de semana a un hotel era cosa de adultos. Los planes familiares con niños y bártulos a cuestas implicaban acercarse al monte de chuletada o a la playa cual dominguero.

Allí, los adultos compartían lo bueno y lo malo e intercambiaban consejos prácticos acompañados de buena comida y mejor bebida. El sector infantil desaparecía tan pronto se instalaba el campamento base. Se perdían entre los pinos y solo se les recordaba por un jolgorio lejano pero incesante. Porque había energía para rato y esta duraba hasta el momento mismo de subirse al coche para regresar a casa.

Y no les culpo, igual que no culpo a los niños que corren y gritan en un teatro, un avión, o un hotel durante mi único fin de semana de relax. Son niños y, como tales, necesitan jugar y divertirse. También, como no, desfogarse. Porque los niños son más de actuar que de pensar y cuando les abruma un problema o hay algo que les preocupa o no terminan de entender lo manifiestan a través de la conducta. Los adultos, en cambio, somos más de darle vueltas y vueltas en la cabeza.

Lo entiendo, pero claro, era mi fin de semana. También tenía derecho a relajarme, ¿no? Entonces me pongo a indagar y descubro que hay hoteles que ya han pensado en esto y que han decidido limitar su clientela a adultos sin hijos. Sin hijos y sin ruidos.

Imagino que, asociado a esta tendencia de llevarse a la familia al completo al hotel, surgió la moda, posiblemente en un intento de entretener a los pequeños, de agobiar constantemente a los clientes con animaciones y juegos varios. La petanca y los dardos eran los más sonados. Esto sigue existiendo y tiene su público. Supongo que en los “hoteles sin niños” no habrá tal necesidad de ocupar el tiempo a los clientes.

Volviendo a los niños. Hoy me he cruzado con ellos en un avión. Tres horas y media de vuelo con un grupo de veinte escolares de entre 10-12 años. Fui incapaz de trabajar por el ruido y, mucho menos, de echar una cabezadita. No es tan relevante, simplemente molesto, pero mi condición de psicóloga me llevó a pensar en aquellas personas con fobia a volar que se montan a un avión a pesar de su gran miedo porque necesitan trasladarse a algún lado. Si es que hubo alguien con este temor entre los pasajeros… ¿cómo se habrá sentido cuando los niños empezaron a chillar durante el despegue?

Para estas personas supone un gran reto, quizá el último en su jerarquía de “exposición” a miedos. Están haciendo un esfuerzo importante y este tipo de situaciones no favorece que la experiencia sea agradable.

¿Quién es responsable? ¿el niño? ¿los padres? ¿los azafatos? ¿debería ser la persona que está muerta de miedo la que, enfadada, tenga que dirigirse a los menores, mientras se asegura de que está bien agarrado al reposabrazos del asiento? Es una cuestión debatible, pero desde mi punto de vista la responsabilidad debe ser compartida. En última instancia, quien tiene poder y capacidad para imponer límites a la conducta del niño son sus padres. No sirve de nada que traten de establecerlos en esa situación concreta si en casa no se han acordado unas normas de comportamiento claros que impliquen, entre otras cosas, el respeto a los demás. Pero el capitán y los miembros de la tripulación deberían poder tener capacidad y derecho a establecer y hacer respetar unas normas de “convivencia” dentro de la aeronave. Porque se está pensando en los niños… pero no en estas personas que están sufriendo.

Y si esto no funciona… ¿qué tal un avión sin niños? Del mismo modo en que hay hoteles que se dirigen exclusivamente a al público adulto y sin hijos, ¿por qué no reservar ciertos vuelos para aquellos que deseen una travesía más tranquila?