Aranzazu del Castillo Figueruelo

El miedo es una emoción que forma parte de nuestro repertorio de respuestas como seres humanos. Ha estado ahí desde nuestro origen como especie y ha perdurado hasta la actualidad porque es una emoción de tremenda utilidad adaptativa. Gracias a ella hemos sorteado variados peligros y hemos sobrevivido como especie.

Hoy en día nuestro entorno no es, por lo general, tan hostil como lo era para nuestros antepasados. Sin embargo, seguimos necesitando de esta primitiva emoción para saber responder con rapidez ante situaciones de peligro (p. ej., un peatón que cruza sin mirar de repente).

Cuando el miedo a un objeto o situación específica es intenso y persistente y la respuesta es excesiva e irracional respecto a aquello que lo provoca podríamos estar hablando de una fobia específica. La persona con este problema experimenta una respuesta inmediata de ansiedad cuando entra en contacto con aquello que tanto teme y muchas veces incluso antes de que aparezca, a través de su anticipación con la imaginación. En ocasiones, esta emoción es tán intensa que puede desencadenar con rapidez un ataque de pánico. Normalmente el adulto con fobia reconoce que su miedo es excesivo e irracional pero aún así, se ve incapaz de controlar la respuesta de ansiedad y tiende a evitar por todos los medios exponerse a aquello que teme. Cuando se ve obligado a afrontar sus miedos lo hace a costa de un elevado malestar y normalmente haciendo uso de elementos que le aportan cierta seguridad (p. ej., amuletos). Se convierte así en un problema que llega a interferir en su funcionamiento normal en diferentes áreas de la vida como el trabajo, los estudios, las relaciones sociales, etc.

La mayoría de las fobias específicas parecen derivar de miedos básicos propios de nuestra especie humana, como el miedo a los animales o el miedo al daño físico. Los tipos más frecuentes son la fobia a situaciones específicas (transportes públicos, ascensores, túneles, lugares cerrados, etc.), las fobia relacionada con elementos del ambiente natural (tormentas, viento, alturas, aguas profundas, oscuridad, etc.), la fobia a la sangre, las inyecciones o las heridas y la fobia a ciertos animales (serpientes, arañas, insectos, etc.).

En muchas ocasiones este miedo intenso permanece latente junto a la persona sin molestarla demasiado, pues esta acaba estructurando su vida en base a la emoción. El malestar reaparece cuando, por cuestiones externas inevitables (p.ej., una reunión de trabajo o una intervención quirúrjica de urgencias) o por actividades evitables, pero al mismo tiempo deseadas (p.ej., un viaje en crucero o a un país donde existen serpientes) se hacen evidentes las propias limitaciones.

¿De qué manera puede ayudar un viaje a superar una fobia? El elemento básico de la intervención psicológica en fobias específicas es la exposición gradual al estímulo temido. La mayoría de las veces este ejercicio se combina con el entrenamiento en técnicas dirigidas al manejo de los estados de ansiedad, tales como la respiración, la relajación o las autoinstrucciones. En este sentido, organizar un viaje que implique entrar en contacto con los elementos que tanto miedo nos genera puede ser un gran aliciente para superarlos.

No es necesario que nos hagamos los valientes y vayamos allí sin ningún tipo de herramienta. No debe perderse de vista que el objetivo del viaje debe ser disfrutar. Por eso, es recomendable que con antelación aprendamos algunas herramientas que nos ayuden a llevar dicho afrontamiento de una manera más llevadera.

Por otro lado, ya en una ocasión un señor llamado Joseph Wolpe (psiquiatra inscrito dentro de la corriente conductista de la psicología) explicó que los estados de relajación y ansiedad son incompatibles, de manera que cuando se da uno, no puede darse el otro. Por eso, una vez en nuestro destino, lo ideal sería combinar lo que nos da miedo con algo que nos haga disfrutar o relajarnos.

Pondré de ejemplo mi reciente experiencia en Madeira. En mi caso no hablamos de fobia, sino de un temor controlado a los barcos y a marearme. Dado que estoy en un viaje de placer programo una serie de actividades agradables entre las que se encuentra el avistamiento de cetáceos en las aguas del Atlántico, para lo que es necesario meterme en una lancha y adentrarme en el mar durante aproximadamente dos horas. Cierto, no es una exposición gradual a lo temido, pero lo cierto es que no me mareé en absoluto y el rato durante el que pude contemplar las ballenas y los delfines me hizo olvidar por completo mis temores.

Si mi aventura no se limitara en esta experiencia puntual y me animara a repetirla con relativa frecuencia estaría aún más cerca de habituarme a los barcos y, quién sabe, igual acabaría de marinera en alguna embarcación 😉