Aranzazu del Castillo Figueruelo

Estarás de acuerdo conmigo si te digo que la percepción del tiempo es relativa. Parece no transcurrir a la misma velocidad ahora que cuando eras pequeño. Tampoco sigue el mismo ritmo cuando lo estás pasando bien que cuando te encuentras atravesando una mala época (“¿es que no terminará nunca esta mala racha?”). La principal responsable de este fenómeno es la atención. Cuando somos críos o estamos disfrutando de una actividad o de una buena compañía, nuestros procesos mentales no están focalizados en el minutero del reloj, sino en el presente. Ocurre lo mismo durante esas épocas en las que estamos muy ocupados, aunque en estos casos, nuestra cabeza no siempre está en el presente, sino en el conjunto de preocupaciones y asuntos pendientes que se acumulan.

Cuando uno sopla las velas de cumpleaños que indican que ha llegado a la treintena, la celebración suele ir acompañada de bromas varias y de comentarios sobre la volatilidad del tiempo. A partir de entonces “el tiempo vuela, aprovéchalo”.

Esta década supone para mucha gente una verdadera crisis existencial. Por primera vez, se empiezan a percatar -aunque quizá ya estuvieran presentes desde antes- de los cambios físicos que van teniendo lugar en su cuerpo: las primeras arruguitas de expresión, las primeras canas, los cambios de peso de los que uno no se recupera tan fácilmente, las resacas que duran el doble y dejan a uno fuera de combate al día siguiente de la fiesta, etc. A los cambios físicos se suman algunos de carácter más psicológico: menor tolerancia a según qué cosas, miedos que se agudizan y frente a los que se está menos dispuesto a luchar, más templanza a la hora de tomar decisiones, teniendo en cuenta más factores y efectos a medio-largo plazo, etc.

Estos cambios, en sí mismos, no tienen por qué ser algo negativo. De hecho, solo basta con fijarse en aquellos que saben aprovecharse de esas “interesantes canas” o esa “prudencia y actitud resolutiva”. El problema viene cuando los cambios se valoran como una pérdida, pues toda pérdida, ya sea de personas, de funciones o de cosas, lleva a un sentimiento de tristeza o vacío y a un consiguiente proceso de duelo. La dificultad aparece también cuando se compara continuamente la situación actual con la del pasado, siempre favoreciendo a esta última (“aquellos años mozos…”) y cuando se pretende seguir funcionando como entonces (pase lo que pase).

La responsabilidad de esta actitud frente a la inevitable maduración del ser humano la tiene en gran parte la sociedad y sus valores, entre los que destaca la juventud. Ser joven es igual a belleza y éxito y, en consecuencia, ser viejo se asocia implícitamente a valores negativos. ¿Cuántos ejemplos conoces que contradicen esta asociación? Estoy segura que cientos…

Pero no es el único reto al que deben enfrentarse los treintañeros. También deben hacer acopio de fuerzas para manejar la intensa presión social. Presión por ser una persona estable psicológica, social, profesional y económicamente. Se supone que, a estas alturas, uno debe conocerse bien y saber manejar perfectamente sus propias emociones. La mayoría de las veces no es así y la gente se agobia por no cumplir las expectativas. En ocasiones, tienen ganas de actuar como un niño y de reivindicar sus necesidades y/o deseos. No lo hacen por miedo al qué dirán, por temor a ser juzgados negativamente. Está bien trabajar en pos de la estabilidad psicológica -siempre asociada a salud mental-, pero no tanto obsesionarse con ella, ni castigarse por no tenerla en todo momento. Igual que la conducta del adolescente oscila entre la del niño y la del adulto que es, la de este último lo hace entre una versión más infantil y otra más madura. Permitirse errar y deambular, no tener las cosas siempre claras o tener miedos es algo básico para evitar grandes crisis y explosiones de huida de las que luego uno se arrepiente.

A nivel social, existen dos opciones: entrar en la senda de lo “apropiado” (pareja, boda, hijos, etc.) o convertirse en la “oveja negra” del grupo. No es fácil mantener la calma cuando el propio ritmo se aleja del de los amigos más significativos. En estos casos es fundamental ampliar miras y darse cuenta de que hay mucha gente en la misma situación. El hecho de ser lo culturalmente establecido no hace que sea la única opción correcta, ni la mejor. Cada cual construye su camino y en este se irá encontrando a personas con las que esté más o menos sincronizadas.

Y finalmente, estabilidad y éxito a nivel laboral y profesional. En estos casos no hay más que encender la televisión o salir a la calle a hablar con la gente para concluir que la ausencia de esta no es sinónimo de fracaso personal. Sin venirse abajo por las circunstancias, uno debe hacer lo que está en su mano de la mejor manera que sepa, entendiendo que hay cosas que escapan de su control y que tienen sus propios tempos

… aunque a veces nos dé la sensación de que estos puedan alterarse.