Por Saioa Arellano

Son las seis de la tarde en una calle sin salida de La Orotava. Las casas están pegadas las unas a las otras y todas son de colores, quizás por esa influencia de la gente que migró a países de América del Sur. En el número diez de esa misma calle, en un descansillo adornado con plantas y con azulejos azul flojo, espero a que Lola me abra. Tras una puerta blanca, antigua y de cuadros acristalados aparece una señora de pelo blanco. No llega al metro sesenta, me mira, me sonríe y me alongo para darle un abrazo y dos besos.

Tras el recibimiento caluroso, subimos dos pisos de escaleras estrechas, de granito del de toda la vida, canelo y con pintas oscuras, como el de la casa de cualquiera de nuestros abuelos. Las sube a una velocidad que me asombra muchísimo. Ya en la segunda planta, al fondo de la escalera está su taller, su pequeño espacio, donde hace una de las cosas que más le gustan. Me cuenta que hace poco que lo tiene así de ordenado y que la culpa la tiene su nieto –al que adora–, quien la ayudó también a elegir los muebles. A pesar de que son «modernos», allí dentro se respira la historia de alguien que no se cree todo lo que está aportando –valga la redundancia– a la historia viva de nuestras islas.

Lola nació en el año 1945, en El Rincón, una pequeña zona del municipio de La Orotava que se ubica en la costa norteña, justo entre las playas de El Bollullo y Los Patos. Empezó a bordar con diecisiete años porque su madre le regaló una máquina de coser para que fuese aprendiendo y la ayudase en el taller que tenían en casa. Poco después, gracias a una prima suya, empezó a calar aprendiendo el calado fino en primer lugar, y después el basto. Lo hizo hasta que, como muchas mujeres de su época, tuvo que aparcar sus oficios o pasiones porque tenía que dedicarse a la crianza de sus hijos. Antonio, su marido, por ese entonces trabajaba en el café de París del Puerto de la Cruz y es muy bonito escucharla decir con orgullo y brillo en los ojos que ha sido él principalmente quien siempre la ha animado a hacer todo lo que quisiera hacer. Con los años y ya sus hijos adultos retomó el calado, hasta hoy. A pesar de llevar muchos años en el oficio, sigue acudiendo a formarse sobre calado porque le encanta aprender técnicas nuevas.

El calado es una práctica tradicional que requiere de mucha minuciosidad, pues consiste en deshilachar una tela de lino realizando puntadas complejas que llevan a dibujos que lo son aún más. Históricamente ha sido realizado por mujeres que utilizaban esta técnica para elaborar textiles domésticos como caminos de mesa, servilletas, mantelería, etc., y era una forma de contribuir económicamente al hogar familiar.

Lola me cuenta que ella también empezó así hasta que los encargos fueron llegando. Ha calado blusas sobre todo del traje típico de La Orotava –su principal reclamo–; también mantelería, enaguas, y en el momento que me lo está contando está en pleno proceso de elaborar un calzoncillo de mago con la técnica del calado basto, que consiste en hacer los huecos del dibujo más grandes. También me explica que puede hacerse con calado fino, en el que los huecos, evidentemente, son más finos. En hacer un calzoncillo, si se pone alguna hora más al día, puede tardar unos cuatro días. Ella tiene que alucinar con la cara de incredulidad que se me queda, porque la precisión es tan perfecta que me parece asombroso.

En su taller tiene diferentes bastidores que la acompañan desde hace muchísimos años; tantos que ni se acuerda de cuántos son exactamente. Según el encargo que tenga utiliza uno u otro, más grande o más pequeño, pero siempre con los mismos pasos. Primero marca el hilo con la tela del calado que compra, de toda la vida, en Don Casiano. Con base en eso se sacan las hebras y, dependiendo del calado que vaya a realizar, hace una espigueta. Una vez que hace esto, se sienta en el bastidor para empezar a trabajar el calado, al que, cuando está terminado, se le hace una presilla. Evidentemente, mientras me cuenta esto no levanta la vista de la aguja y el calado. Una vez concluido el encargo y antes de quitarlo del bastidor, le pasa un poquito de almidón por encima para eliminar esa sensación sobetiada que se queda después de trabajar la tela durante tantos días.

Todo lo que me cuenta lo hace desde la humildad de quien vestía una falda de maga de La Orotava con las rayas cosidas en tela porque en ese momento de su infancia «no había para más»; con la humildad de esa abuela que siempre te abre la puerta y tiene algo que ofrecerte, que podría ser la de cualquiera que esté leyendo esto; con la humildad de quien caló desde joven, cuidó a sus hijos, se sacó el carné con cuarenta y dos años, animada por su marido, cuidó a sus nietos y aun así tuvo tiempo para transmitir la pasión por la tradición. La humildad de quien te dice abiertamente que no se considera artesana porque no sabe enseñar a otros. Sin saber que los que la conocen, hemos conocido o conocerán la admiramos.

Antes de irme de su casa me ofrece café. ¿Cómo decirle que no? Gracias, Lola, porque, aunque tú no lo creas, eres artesanía, eres historia viva y eres identidad.