Por Elena Horrillo.

Fotografías por Laura Turpin.

Alcacil, caldero, chato, jallullo, marinera, michirones, paparajote o zarangollo son algunas de esas palabras que los recién llegados a Murcia escuchan entre maravillados y sonrientes, incapaces de averiguar a qué saben esas sílabas. Tras ellas aguardan los mejores secretos de una gastronomía basada en el amor a la tierra y que ha llevado a la ciudad a ser Capital Española de la Gastronomía 2020.

Murcia aún se esconde del viajero camuflándose entre tópicos. Sus vecinos los escuchan y sonríen sabedores de lo que se oculta entre sus fronteras: las 3000 horas de sol al año que disfrutan –un 72 % de los días son soleados–, sus bellísimos 250 kilómetros de costa, la incuestionable calidad de sus frutas y hortalizas –Murcia es considerada la huerta de Europa– y una gastronomía llena de exquisitos platos con nombres peculiares en los que no faltan productos con denominación de origen.

 

 

Las denominaciones de origen más reseñadas son las de sus vinos –jumillas, yeclas y bullas–, pero el arroz de Calasparra fue el primero del mundo en alcanzar esta distinción. Su peculiaridad es un riego mediante terrazas que hace que el agua se renueve constantemente y que su maduración sea más larga. El resultado es un arroz con mayor tiempo de cocción que atrapa mucho más los sabores, una provechosa cualidad para uno de los platos típicos de Murcia: el caldero. Esta suerte de arroz caldoso, servido con el pescado aparte, hunde sus raíces en las recetas de los pescadores que usaban sus ollas de fundición para cocinar el arroz en un caldo de pescado al que añadían ñoras, ajo, tomate y perejil.

Eso sí, quizás antes del caldero haya que empezar con uno de los aperitivos más emblemáticos: la marinera. Se trata de una tapa de ensaladilla rusa posada sobre un lazo de pan y coronada con una anchoa, con versión en masculino si se cambia la anchoa por un boquerón en vinagre; si se prescinde del pescado como colofón se la denomina “bicicleta”. Esta unión gastronómica sirve de síntesis perfecta entre lo mejor de la mesa murciana: el mar y la huerta.

 

 

El secreto de este vergel está en su privilegiada situación, una vega por la que transcurría el río Segura, que la iba gratificando con un lecho tremendamente fértil. Los primeros pobladores desecharon la zona por pantanosa, pero los musulmanes la desecaron y crearon un eficaz sistema de riego centrado en la Contraparada, una presa que aprovecha un estrechamiento del río. De esa alianza surge el zarangollo, cuyo origen parece remontarse a la alboronía árabe: un pisto con calabaza, berenjena, pimiento y algunos frutos secos. Sin embargo, la receta murciana se simplificó y se compone de un revuelto de huevo con calabacín y cebolla, aunque puede encontrarse también con patata y casi siempre como acompañamiento.

Como plato principal, unos contundentes michirones en cazuela de barro. De este guiso, cuyo secreto está en un haba seca bastante grande que se enriquece con chorizo, hueso de jamón, tocino y pimentón, existen no pocas variaciones. Más tajante es la receta del pastel de carne, otro de los grandes platos de Murcia, que llegó a estar regulada por una ordenanza que, a finales del siglo XVII, fijaba no solo las medidas exactas o la calidad de las materias primas, sino que imponía la pena de destierro a aquellos artesanos que incumplieran las especificaciones. Su importancia no ha decaído con los años y, desde 2009, Murcia celebra el día de esta especialidad dentro de las Fiestas de la Primavera.

¿Y el postre? De la importancia de los cítricos nacen los paparajotes, un dulce en el que la hoja del limonero se reboza con una masa de harina y huevo a la que luego se le añade canela y azúcar. El resultante tiene un apetitoso e intenso aroma a limón, circunstancia que los murcianos aprovechan para vengarse amistosamente de todos los tópicos que sobrellevan; a pesar de las maravillas que produce su huerta, la hoja del limonero –todavía– no se come.