Por Elena Horrillo

Fotografías por Daniel Martorell

El mismo día que el mundo asistía atónito a la noticia del hundimiento del imponente Titanic en su primer viaje, los habitantes de un aislado pueblo del noroeste de Mallorca inauguraban un medio de transporte revolucionario pero mucho más modesto que les conectaba con la capital: el tren de Sóller. Más de un siglo después, esos mismos vagones siguen haciendo el mismo recorrido varias veces al día.

El 16 de abril de 1912 era martes. Los periódicos del mundo entero empezaban a informar de la catástrofe del Titanic, sucedida un día antes –los más adelantados habían afirmado erróneamente que no se habían producido víctimas mortales y que el barco no se había hundido–. Mientras, en el municipio mallorquín de Sóller, los vecinos se preparaban para la inauguración de un tren que llevaban varias décadas esperando y que cambiaría el semblante del pueblo.

A principios del siglo XX, Sóller era, con sus casi 9000 habitantes, uno de los municipios más poblados y prósperos de las Islas Baleares, gracias especialmente al cultivo de olivos y árboles frutales. Su posición, custodiada y confinada entre montañas, hizo que se abriera al comercio por mar con Francia y Barcelona. Llegar a Palma, la capital, no era tarea sencilla. Las dos vías existentes eran la marítima, bordeando el noroeste de la isla, o por tierra, un trayecto de algo más de 20 kilómetros para el que, debido a la orografía, podían ser necesarios varios días y un importante esfuerzo.

Entre ambas ciudades se interponía impertérrita la Sierra de Alfabia y más concretamente el Coll de Sóller, un puerto de 497 metros. Lo que por aquel entonces parecía completamente infranqueable logró salvarse gracias a más de una decena de túneles –el mayor de 2856 metros–, varios puentes y uno de los viaductos más bellos de la isla, el de Els Cinq Ponts, con un desnivel de más de 10 metros. Acababa de nacer el que hoy en día es uno de los ferrocarriles más antiguos del mundo en lo que a viajes turísticos se refiere.

Aunque obviamente el trayecto puede hacerse en ambos sentidos, lo más recomendable es iniciar el recorrido en la capital; el tramo urbano permite ir aclimatándose para lo que irá llegando en la siguiente hora. Y es que, tras salir de la ciudad, este tren, que aún conserva locomotora y vagones de hace un siglo, se va adentrando lentamente en un paisaje dominado por los almendros, los olivos y los algarrobos, salpicado de sólidas fincas y viejos muros en los que no es necesario ni el cemento ni la argamasa porque las piedras han sido colocadas con un encaje milimétrico.

Así se llega a Bunyola, el punto de entrada a la sierra y donde el camino empieza a volverse más curvo, más empinado, más abrupto. Este anacrónico ferrocarril, que no desentona en este agreste paisaje, va salvando los casi 200 metros de desnivel mientras se adentra en la sierra de Tramuntana, merecidísimo Patrimonio de la Humanidad según la Unesco. Se suceden los puentes y los túneles, y la espectacularidad del viaducto de Els Cinq Ponts hace contener levemente el aliento.

 

El valle de Sóller aparece casi por sorpresa tras el último túnel y, entre limoneros y naranjos –Sóller presume de tener las mejores naranjas de Mallorca–, el tren se acerca a Can Mayol, una antigua fortaleza de 1606 que hoy recoge la estación, así como cocheras y talleres. Aquí nace también el tranvía de Sóller, inaugurado un año más tarde que el tren y que une la ciudad con el puerto. Fue, al electrizarse en 1929, el primer tren eléctrico de Mallorca.

El tranvía comienza su viaje de media hora callejeando por el centro de Sóller, paseando por la puerta del mercado o la iglesia de Sant Bartomeu, para abandonar la ciudad, a través de huertos de cítricos, hasta las últimas seis paradas, que discurren junto al mar. Casi cinco kilómetros que se convierten en el perfecto colofón a un itinerario que se inicia en el centro de Mallorca, se adentra en el corazón natural de la isla y concluye frente al omnipresente Mediterráneo, santo y seña de la mayor de las Baleares.