Por Jorge González Villamón
Fotografías por Zhana Yordanova
A menos de una hora de vuelo desde Canarias, Binter nos traslada a una realidad diferente, con unas tradiciones aún vigentes y cautivadoras, como la del té saharaui; con un siglo XXI abierto a las nuevas tecnologías del 4G; con exotismo en el vestir o en la gastronomía… les invito a conocer una ciudad vecina, aunque desconocida para muchos: El Aaiún, el brillante del Sáhara.
“Al principio la ciudad parece un caos, pero con los días vas comprendiendo su sentido”, me dice Sid en la terraza de la Plaza Dchira mientras disfrutamos de un buen café au lait. Y es verdad, las calles se llenan y vacían como si del cauce de un río que corriera ahora subterráneo ahora exterior se tratase; caso del Saqui al Hamra, o Río Rojo, frontera norte de la ciudad, que, al igual que el Guadiana, aparecía y desaparecía dándole nombre a la ciudad.
La vida en El Aaiún tiene dos momentos cumbres: desde la mañana hasta poco después del mediodía, y al caer la tarde, según se impone el sol del desierto. Con el frescor, las calles se pueblan de vida, la ciudad despierta y da comienzo la vibrante vida nocturna de El Aaiún: las terrazas de los cafés, primas hermanas de un París lejano, se abarrotan de gentes que hacen bailar el té; las fuentes cobran colores imitando los característicos melhfas de las mujeres, una prenda que, más allá de su connotación religiosa, representa la identidad de la mujer saharaui; sus zocos, que convierten las arterias de la ciudad en animadísimos mercados donde obtener todo lo que se busque… Vayamos, por ejemplo, a la Avenida Bukhara y sus aledaños cuando cae el sol y sumerjámonos en un mundo de colores, olores, lenguajes y culturas difícil de olvidar. La vida nocturna local no se relaciona tan solo con el ocio, es también un momento perfecto para encontrar los mejores dátiles, conseguir leche fresca de cammela, elegir el pavo más lozano para que nos lo preparen allí mismo respetando el más estricto halal… y todo mientras nos dejamos invadir por las esencias y tonalidades de montañas de especias, o caminamos entre un océano de idiomas: el árabe dariya se mezcla con el hassania, el francés y el español salen a nuestro encuentro enmarcados por ojos desacostumbrados aún a los turistas occidentales, buscando tan solo una respuesta a su saludo o entablar una conversación, ya que muchos de sus habitantes nacieron “bajo la bandera española”, como se dice aquí, y nos dan la bienvenida al Sáhara. La cordialidad y hospitalidad de sus gentes embriaga y nos hace sentir como en casa. Y así, nos dejamos llevar hasta bien entrada la madrugada con el regusto de nuestros sentidos colmados de nuevas sensaciones y la tranquilidad de caminar seguros por las calles del centro de El Aaiún.
De nuevo a la luz del sol, les propongo a acompañarme a conocer la parte antigua de la ciudad, española en sus orígenes, que se remonta a la primera mitad del siglo pasado, ya que debido al nomadismo de las gentes del lugar, no había necesidad de ningún asentamiento permanente. Hoy esta parte se distribuye ne los hay o barrios de Condomina, Porco y El Farah (antiguamente llamado Cementerio). Por aquí encontraremos las pintorescas construcciones semiesféricas o domos de los militares españoles; la iglesia católica, aún en servicio; el antiguo mercado de los camellos, hoy en restauración; el elegante y lujoso Hotel Parador, reminiscencia del pasado colonial al igual que la caduca placa con el nombre de Avenida La Marina, actualmente Hassan II.
No lejos de allí, el bulevar Mekka, arteria principal de la ciudad que la recorre de punta a punta, nos muestra su realidad: elegantes hombres en sus foquillas y darâas o con vaqueros y camisa, mujeres en sus coloridas melhfas o chicas a la última moda occidental, lujosos 4×4 con los cristales tintados esperando el verde de un semáforo junto a antiguos Land Rovers, hoteles que compiten en estrellas, restauración internacional o el tradicional tajine… El Aaiún vive un momento crucial de modernizarse sin perder su propia cultura. En construcción encontramos una de las bibliotecas más grandes del país y la escuela universitaria de tecnología, mientras que la vida pastoril de rebaños de camellos sigue siendo uno de los motores económicos.
Pero El Aaiún no es solo una urbe de color tierra, es también el verde y azul de un río que se puede contemplar en toda su magnitud a su llegada a la Barrage; es la inmensidad de un océano que nos deleitan tanto en forma de playa a tan solo 25 km, de visita obligada sobre todo en verano, cuando se convierte tanto en un segundo centro de la vida de la ciudad, como en puerto, donde se descarga el pescado fresco que luego disfrutaremos en puestecillos callejeros o en selectos restaurantes.
El Aaiún, y el Sáhara entero, se sienta cada mañana a tomar su té. El perfecto té saharaui baila y salta de vaso en vaso, saca su espuma blanca para deleitarnos primero con “un sabor amargo como la vida, pasar al dulce amor y acabar suavemente como la muerte”, como dicen por aquí, para renacer de nuevo cada tarde y cada noche y hacernos partícipes, seamos de donde seamos, de esta bella tradición.