Texto: Galo Martín Aparicio
Fotos: Telmo Sánchez
Chillida Leku es el lugar que el artista Eduardo Chillida y su mujer, Pilar Belzunce, fundaron en los años ochenta a las afueras de Hernani, cerca de San Sebastián, para que las obras del escultor descansen y puedan ser contempladas y experimentadas igual que si se estuviera dando un paseo por un bosque. Un espacio accesible que da vida a una obra de arte en sí mismo.
A Eduardo Chillida (San Sebastián, 1924-2002) no se le entiende sin sus manos. Iba para portero de fútbol, pero una lesión con diecinueve años le truncó una vocación y una prometedora carrera deportiva. Cambió la portería por las clases de arquitectura, hasta que lo dejó para centrarse en lo que se convirtió en su manera de expresarse y relacionarse con el entorno y el mundo; la escultura. Dejó de atajar balones para esculpir y forjar el hierro y transmitir a quien contempla sus creaciones, entre otras emociones, lo mismo que transmite un buen portero al resto del equipo; tranquilidad. Que es la que uno siente cuando pasea por Chillida Leku; además de serenidad, armonía y paz. Esto no es un museo, sino un lugar, que es lo que significa la palabra euskera leku, en el que se encuentra el corpus de obra más amplio y representativo de este artista vasco reconocido internacionalmente. En muchas ciudades hay esculturas suyas ubicadas en espacios públicos y específicos a la intemperie: el sonoro Peine del viento en un extremo de la bahía de la Concha en San Sebastián, el Elogio del horizonte en el gijonés cerro de Santa Catalina y La sirena varada suspendida bajo el esbelto y ligero paso elevado que une las calles de Juan Bravo y Eduardo Dato, en el urbano Museo de Escultura al Aire Libre de Madrid, por citar tres ejemplos. Estos proyectos públicos eran su manera de plasmar su compromiso con la sociedad.
Chillida Leku primero fue una utopía y después un sueño que se hizo realidad al ritmo de una tortuga. Eduardo Chillida y Pilar Belzunce (Iloilo, Filipinas, 1925-San Sebastián 2015), su mujer y columna que sustentó su vida privada y artística, adquirieron un caserío y unos terrenos adyacentes a las afueras de Hernani, cerca de San Sebastián, en los años ochenta. Durante quince años lo restauraron y acondicionaron y en el 2000 lo abrieron al público. Se cerró en 2011 y se reabrió en 2019. El resultado de todo aquel trabajo exhaustivo y relajado fue un espacio en el que las obras de Chillida más que estar expuestas descansan y la gente mientras lo recorre sin un orden preestablecido se empapa de su arte y de los abstractos mensajes que emanan de cada una de las piezas, colocadas de manera meditada, pero sin seguir un orden cronológico. Un paseo que se parece al que se puede dar por el bosque en el que los árboles son esculturas de granito, hierro y acero tipo cortén (el que usó en sus piezas tiene en su capa superficial una aleación alta de cobre que conforma una protección antioxidante frente al exterior). Materiales de gran resistencia a la erosión y que se adaptan al clima local.
Las esculturas, como las plantas, las flores y los árboles, están vivas y se mimetizan con el entorno natural. En ellas se aprecia el paso del tiempo por las distintas tonalidades de acero que lucen. Cuanto más oscuras son, más años tienen. A pesar del tamaño de las esculturas y de su contundencia, su escala es humana y su aspecto es fino y elegante. Ante ellas uno no se siente insignificante, reducido, empequeñecido; más bien boquiabierto. Asombrado. Emocionado. Se pueden tocar y sentir las texturas e, incluso, introducirse en ellas. Como en De música III, una escultura de acero entre las monumentales Buscando la luz I y Lotura XXXII, que parece un tótem y que se realizó en una forja industrial de Reinosa (Cantabria). Chillida no trabajaba con moldes ni con metal fundido. Mediante la forja el hierro se expresa libremente. De ahí los nudos que dan vida y que son la traducción de la palabra euskera lotura.
La finca, el lugar, Chillida Leku, se compone de una campa en la que antes pastaba el ganado y ahora descansan sus esculturas. Las hay que homenajean a Georges Braque, a Luca Pacioli, a Cristóbal Balenciaga y a Jorge Guillén; esta última, de granito, lleva por nombre Lo profundo es el aire XVII. El título proviene de un verso del poema Cántico, del poeta de la generación del 27 a quien está dedicada la pieza. Artista y poeta se conocieron en la universidad estadounidense de Harvard en 1971.
En el centro y haciendo de frontera entre la campa y un bosque de robles, hayas y magnolios –a los pies de uno están las cenizas de Eduardo Chillida– se encuentra el caserío de Zabalaga, una construcción tradicional vasca del siglo XVI que conserva sus muros de mampostería y sillería y los contrafuertes de perfil triangular. Dentro hace las veces de sala de exposición en el que hay obras que se corresponden con sus primeros años en París, hechas con yeso, hierro, alabastro y tierra, así como dibujos. Muy cerca hay una villa de estilo inglés en la que veraneaban los antiguos propietarios de la finca.
Al sitio se le añadió en la última reforma un centro de visitantes, la cafetería Lurra, una tienda y dos jardines diseñados por el neerlandés artista de la naturaleza Piet Oudolf. Uno es arbustivo, largo y estrecho, entre la campa y el aparcamiento, en el que hay especies caducifolias y árboles, cerezo y membrillero japonés, intercalados con clerodendros, hortensias, peonías y azaleas. El otro, entre la taquilla y el punto de información, es de vegetación perenne, lo que le hace lucir varias texturas, formas y colores.
Este lugar es una escultura en sí mismo. Un espacio que fusiona arte y naturaleza. Leku es la palabra que fija a Chillida a esta tierra que es su sitio. El País Vasco.