Texto: Antonio Puente
“Antes de que él llegara, a nadie se le había ocurrido esculpir el viento”, afirma el crítico Serge Faucherau sobre la radiante singularidad de la obra de Martín Chirino (Las Palmas de Gran Canaria, 1925-Madrid, 2019), de cuyo nacimiento se han cumplido cien años este 1 de marzo. A partir de ese radical contraste, entre lo inasible del aire y lo rotundo del hierro, la humedad de la atmósfera y el fuego del taller, es decir, los cuatro elementos en un mismo trazo, el escultor no cejará en su arduo empeño de armonizarlos.
Por eso dice: “Soy un hombre que sólo gracias a su obra, está hecho de una sola pieza”, y recurre a definiciones contrapuestas: «un solitario errante y cosmopolita” o “un estoico apasionado”, porque, del mismo modo que “sin pasión no hay vida”, sin férrea disciplina no habría podido consumar su proyecto: “Siempre quise que mi obra no fuese un gesto, sino una presencia”.
El trayecto solo podía darse en espiral, que “es el principio y el fin: hacia adelante y hacia atrás es lo mismo. Es el principio de la vida y lo otro: sus puntos suspensivos”. De ella tuvo su primera intuición cuando, de niño, en su frecuentada playa de Las Canteras, ponderaba el burbujeo de las olas y los granos de arena arrastrados por el viento, conminándole a abrir el horizonte. Y la extrajo también de la sutura de las momias de El Museo Canario, y en los paisajes rupestres de La Palma. Dotando a la abstracción de vida orgánica, cinceló una obra que, señalaba, se viese tal y como contemplaría el firmamento, al levantar la cabeza, un aborigen canario.