Texto: Carla Rivero
Los domingos son para pasear, perderse entre el bullicio y contemplar los puestos del mercado de Pollença. El municipio, situado en la zona más septentrional de Mallorca, alberga miles de historias y un sinfín de encantos que ofrece de ocho de la mañana a una y media de la tarde entre la vía Pollentia, la plaza Major, la calle Costa y Llobera y la plaza de Ca les Monnares. Oriundos y turistas se convierten en uno para aprovechar las horas y conocer la cultura y el comercio del pueblo, que ofrece hasta trescientos puestos con los que sorprender a cada paso.
Bajo las guirnaldas blancas de la plaza Major se encuentra Antonia Pol, que cada domingo viene desde Binissalem para vender sus artículos de cerámica y, de paso, enseñar un poco de español o mallorquín a quienes les cuenta la historia de cada una de estas piezas únicas. Con una imaginación infinita, aprovecha las ramas que se apilan en los torrentes para hacer cucharones y se inspira en la naturaleza para construir los lavamanos que ven atónitos los curiosos, como les ocurre a Michaela y a Frank.
Esta pareja de alemanes llevan repitiendo el mismo destino desde hace veinte años. Con tono afable, cuentan que las cosas han cambiado y, entre las consecuencias del desarrollo turístico, lamentan que les resulta todo más caro, sobre todo teniendo en cuenta el debate acerca del modelo turístico que atraviesa el archipiélago. Aun así, detallan que el sol, el tiempo y el don de sus gentes los atraen una y otra vez a esta isla. El intercambio de culturas es sinónimo de Pollença, que, fundada como tal en 1229, posee reminiscencias de los períodos romano, árabe y cristiano, por lo que conforma un patrimonio que le ha merecido ser parte de la lista de los pueblos más bonitos de España.
Alrededor, las calles las ocupan los puestos de productos locales para llenar la cesta o picar entre horas con algún aperitivo que echarse a la boca. Abunda un colorido sin igual en el que destaca el verdor intenso de las olivas aliñadas, el granate de la sobrasada o el chocolate y la crema que rellenan a las ensaimadas. Con la cesta llena, los atractivos del pueblo se multiplican durante el paseo, pues los visitantes se encontrarán lugares tan emblemáticos como la iglesia de Santa María de Pollença, el puente romano, El Calvario, los jardines de Joan March, el edificio Monti-sion o la iglesia de la Mare de Déu del Roser, que acoge instalaciones artísticas temporales.
Así, cuando el caminante haya finalizado este sendero de los sentidos por el empedrado histórico, solo le quedará elegir en qué punto tocar el mar, ya sea en el Port de Pollença –donde el ocio marítimo permite navegar o realizar buceo, así como recorrer los acantilados que protegen al faro de Formentor– o, hiladas por la arena, en las calas de Sant Vicenç, en las que el pintor Joaquín Sorolla recaló en 1919 para atrapar entre sus pinceles los tonos turquesas, violáceos y terrosos de aquella Mallorca.