Por Francisco Belín

Ilustración por Ilustre Mario

La diversión es un símil de evasión y este enfoque antropológico aclara que realizar algo distendido no significa acometer la acción para lograr un fin determinado, sino vivir el momento de forma placentera. Indiscutiblemente, la golosina ha funcionado como mecanismo de distracción frente a la alimentación cotidiana y en Canarias nuestros antepasados tiraron de ingenio para concebir chucherías fugaces.

«Las golosinas han sido injustamente demonizadas, así que me propuse recopilar datos para acabar desvelando el secreto de su éxito y luego aplicar ese conocimiento para ponerlas en el escalafón que les corresponde de la nutrición». Esto me comentó en su día el chef Andoni Luis Aduriz, que se sumergió hace años en investigaciones acerca de la relevancia alimentaria –no siempre valorada– de estas variantes dulces o saladas, trucos comestibles, trampantojos y señuelos que siempre han embelesado a peques y mayores.

El citado jefe de cocina se enfrascó durante una etapa en el The Candy Project «a partir de lo que podría denominarse chuchenomía, desde la que se podría configurar un mapa planetario del gusto con estas golosinas como factores de estudio y con los que se puede hasta medir la relevancia económica, social y nutricional de una comunidad».

«Los niños esperábamos a que los mayores abrieran la mistela y separaban para nosotros los granitos de café, con distintos tuestes, que se habían impregnado mecidos en la botella de este punto dulcito y aromático. Ya la expectativa de hacer crujir esos caramelos en la boca nos colmaba». Así explica uno de esos «trucos» el lanzaroteño Fefo Nieves, que guarda un goloso recuerdo del crocante. «Colocante. Así lo llamábamos en el juego de palabras y consistía en gofio y azúcar en la sartén hasta que se convertía en una masa dura y se extendía en la mesa de formica. Aquello se solidificaba y si se espolvoreaban almendras y manises picados (un poquito de aceite de oliva suave, si había) era el cielo».

Para las abuelas eran recompensas para sus nietos. Significaba amor y, asimismo, esto llevaba la intención de divertir a la vez que favorecía aportes con lo que había en tiempos de carencias. El experto en etnografía y producto local Juan Antonio Peraza aporta datos de antaño en Tenerife. «Piedritas de gofio con azúcar o las cabrillas (cucharadita de gofio con el azúcar); higo pasado con una almendra a modo de corazoncito; pero muchas veces no había dinero para adquirir golosinas de esas envueltas como la melcocha, el dulce de panela fundida; o regalices, pirulís o pirulines –con o sin galleta–, los chicles bazooka, cigarritos de chocolate, los palotes…».

Algunas señoras mayores consultadas recuerdan disfrutar con algarrobas y tamarindos, que se daban en Santa Cruz, o las manzanitas pequeñitas de bocado, y, aunque no eran dulces, no menos chuchería: una buena hartada de chochos. «Traquinando» y rebuscando en sus anotaciones y recetario de sus abuelas, la chef tinerfeña Lola García rescata estampas de las primeras décadas del siglo pasado y postres como el que podría denominarse «listones de pan frito con azúcar y canela»; ese pan duro que se pasaba por leche y huevo, se dejaba escurrir y se freía en manteca, se envolvía en un papel como de parafina: ¡tremendo obsequio!

Lola asevera que el deleite estaba precisamente en las reuniones para preparar bizcochones, rosquetes, truchas…, en las que participaban los niños «y cantaban mucho, incluido el arrorró». Golosina era, por supuesto, el higo porreto (prensado y secado al sol) o la «fruta pasada», recuerda Fefo Nieves, mientras la cocinera saca a colación el ñame con miel, caña de azúcar o sirope de palma.

Hubo momentos en los que los chuches entraron en barrena por sus altos contenidos de azúcares, pero en ningún caso se ha de achacar a la industria, sino que se deben encauzar hábitos y que las chucherías digamos tradicionales, que aún las hay, sigan conviviendo con las contemporáneas.