Por Elena Horrillo. Fotografías por Selu Vega

Andalucía esconde una envidiable miscelánea de culturas que no para de nutrirse con el paso del tiempo. Sin embargo, entre sus múltiples naturalezas despunta la que alimenta las raíces flamencas y su pasado almohade, donde también bailan orgullosos y elegantes los caballos y el buen vino es casi un compromiso. De esa idiosincrasia es experta Jerez de la Frontera, una ciudad que ha crecido a medio camino entre Cádiz y Sevilla y que presume de haber sido evocada por Lorca en su Romancero gitano.

Jerez es semilla de muchas de las aristas que componen el poliédrico carácter andaluz. El flamenco, el vino y los caballos están considerados la Santísima Trinidad de la ciudad y adentrarse en los orígenes de estos talentos es la mejor manera de descifrar su esencia. Pero antes conviene poner las bases en su monumento más antiguo: el Alcázar, con sus cuatro kilómetros de muralla y sus casi ocho decenas de torres defensivas. Hoy se conservan la mezquita, los baños árabes, los jardines y el patio de armas. Precisamente donde se levantaba la mezquita mayor, se alza ahora la catedral, que aúna el gótico, el barroco y el neoclásico y que guarda como uno de sus grandes tesoros La Virgen niña de Zurbarán.

Una vez asentados los cimientos históricos, toca adentrarse en la tríada mágica, la que hace de Jerez un lugar único. La ciudad es considerada por muchos como una de las más importantes cunas del flamenco, junto con el sevillano barrio de Triana. Para ahondar en la que el mismísimo García Lorca consideró «ciudad de los gitanos» en su famoso romancero, lo mejor es callejear por los barrios de San Miguel o Santiago, amistosos rivales por contener la esencia flamenca de la ciudad.

En el caso del primero conviene no perderse, si se quiere seguir el rastro del cante jondo, los monumentos a Lola Flores y a La Paquera. Para seguir, un tranquilo paseo por la vida cotidiana en las plazas de las Angustias, Cruz Vieja y San Miguel y el punto sacro de la visita con las ermitas de la Yedra y San Telmo, junto con la iglesia de San Miguel. En el barrio de Santiago, la ruta debería contemplar el conmovedor antiguo Hospital de la Sangre, la basílica de la Merced y la iglesia la plaza de Santiago, así como los restos de la muralla de la ciudad.

Ambos barrios cuentan además con otra de las señas de identidad de Jerez: los tabancos. Estos establecimientos nacieron para el despacho de vinos a granel y pronto se convirtieron en centro de tertulia y flamenco para todo aquel que los visitase. Hoy en día cuentan con su propia ruta mientras siguen sirviendo los finos, olorosos y amontillados de la misma manera –el requisito indispensable para considerarse tabanco es que entre el 60 y el 70 % del vino sea jerezano y se venda a granel–, acompañados de tapas de chacina.

Para completar la experiencia enológica, nada como una visita a alguna de las más representativas bodegas de la ciudad, en las que, además de conocer su historia y degustar sus productos, se puede incluir una parada en sus viñedos. Desde la más antigua bodega, Domecq, nacida en 1730, a las Williams & Humbert, una de las más grandes de Europa, pasando por las emblemáticas Tío Pepe o las bodegas Lustau, cuyo emplazamiento forma parte de la antigua muralla de la ciudad.

Y Jerez no sería Jerez sin sus caballos. La Real Escuela Andaluza de Arte Ecuestre ofrece el espectáculo Cómo bailan los caballos andaluces, un auténtico ballet ecuestre en el que se combinan entre seis y ocho coreografías de doma con un vestuario propio del siglo XVIII y música tradicional española. Una danza hípica donde se lucen los equinos de pura raza española y los que son considerados como su élite, los caballos cartujanos, cuyo origen está en la impresionante cartuja de Santa María de la Defensión y en su orden de monjes cartujanos. Hoy ya no queda rastro de los monjes, pero sí de uno de los edificios religiosos con mayor valor artístico de la provincia. Lugar ideal para concluir un fin de semana embriagándose con el alma de Jerez.