Por Francisco Belín

Ilustración por Ilustre Mario

Conocer un terruño comporta el ánimo de comprender a su pueblo a través de paisaje y cultura, indisoluble con los usos gastronómicos. Aunque algo lejos de los recursos literarios del genial autor luso, ingresemos en la piel del viajero para pulsar impresiones y describir Canarias a través de productos locales que –sin querer exagerar la nota– cautivan a propios y foráneos.

El viajero respira hondo y escudriña los turquesas marinos de Fuerteventura; advierte pronto las condiciones que favorecen ese envite tan vinculado como coherente con la sostenibilidad del territorio. Saluda a un grupo de cabras majoreras (“¡magníficos ejemplares!”, piensa), mientras en su mente vuelve a saborear el queso majorero de la mañana. El espray marino de la playa de Sotavento le anima a proseguir periplo, no sin antes pasar por El Puertito de Jandía, cerca del Faro. Va a embaular un caldo de mero con ese espectacular pescado atlántico, papas, gofio… Guarda su cuaderno de viaje y busca la siguiente senda isleña después de pertrecharse de cecina de cabra y de unas jareas de viejas de Villaverde.

Pisa el terruño herreño el viajero y se emociona, más aún, cuando remata una copa de vino de la variedad baboso blanco. Si había probado el cabrito bien rico también va a deleitarse con el buenísimo de aquí. Otro estilo. De El Hierro le han convencido los paisanos que no debe dejar de tomar una sartenada de lapas con mojo en La Restinga, pero a él le ha picado la curiosidad lo de la morena que irán a capturar en la zona de Los Altares para hacerla encebollada. Se obstina en probar todo, allá por donde va: piña tropical, higo, pescado fresco, gofio, aceite de oliva virgen, arrope… Por supuesto, quesadilla… Dos bocados y allí que va la reverencia a ese puro almíbar.

El viajero no se puede creer tal universo gustativo que encierra la batata de jable de Soo. En Lanzarote aspira feliz: otra copa de vino blanco de La Geria, por qué no, con un queso y un pescado ahumado de Uga; caldo de millo para sentar las madres. Además de los túnidos espléndidos, las papas con mojo –en toda Canarias están buenas–.

Para papas y bonitas, las de Tenerife, remarca en sus fichas; qué vergel, qué aguacates, las cebollas de Guayonge… Vinos marcados por la diversidad y los matices diferenciadores, únicos. Cochino negro, hortalizas, legumbres, más pescado; sostenibilidad, frescura y autosuficiencia de un producto en su contexto natural. El viajero medita oteando el Teide: “Aquí se está buscando equilibrio entre calidad y otros recursos culinarios que vienen de fuera”.

Contexto natural el de El Cedro, que da berros para esos potajes de textura única de La Gomera. El viajero raspa en los resquicios el almogrote gustoso y no pierde el hábito vitícola pidiendo otra cuarta de forastera gomera. A las alforjas van galletas y dulces tradicionales y, antes de proseguir camino, santiamén de gomerón. Vaya si irá mecido por el bienestar y la sonrisa.

Gesto de satisfacción que se incrementa con la taza recién servida en el cafetal de Agaete. Que recuerde, esto es único en Europa. Lo es. Marca los puntos en su cartografía gustativa: qué buenos también la manga y el aguacate de Mogán, cochino negro, almendras de Tejeda, atún de Arguineguín. Y unos suspiros de Moya para propinarse el antojo dulce.

Taburiente es tan solo uno de los trazos de por qué La Palma es Isla Bonita. El viajero garabatea en su mapa y va en busca de los chicharrones recubiertos de gofio. Pescado en Tazacorte y ahora marcha a por ñame, a la zona de Gallegos. No podía pensar que se pudiera hinchar con tanto queso en Garafía e imaginar tan finos matices de la sal marina de Fuencaliente.

¿Siete? No, no: ocho. El viajero asiente. Acaba de desembarcar en La Graciosa, punto cardinal en el que cierra su cuaderno mientras saborea lapas y pescado fresco. “Pienso volver”, deja anotado.