Por Jesús Villanueva Jiménez

El padre Viera bajó del carruaje que le trajo a Santa Cruz desde San Cristóbal de La Laguna. Era una mañana fría de finales de noviembre de 1760. A las puertas, observó el enorme edificio que albergaba el hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, donde se hospedaba don Antonio Benavides Bazán y Molina, teniente general de los Reales Ejércitos, militar de enorme prestigio, que había sido gobernador de San Agustín de la Florida, Veracruz y Mérida del Yucatán y San Francisco de Campeche, de cuyas obras de caridad le habían hablado, por las cuales y su bondad se había ganado el anciano el mucho aprecio y respeto de los chicharreros.

—Es el padre don José Viera y Clavijo, don Antonio —anunció la religiosa la visita esperada.

El viejo general levantó la vista del libro que leía; la portada rezaba: Obras de la Gloriosa Madre Santa Teresa de Jesús, tomo primero, una cuidada edición de 1674, que le había regalado su querido amigo Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, cuando visitó a su majestad Fernando VI, justo antes de su regreso a Tenerife, a mediados de 1749.

Don Antonio —80 años le contemplaban— besó la mano del sacerdote, y este —sorprendido de la humildísima habitación de quien había ostentado tan altos cargos— le estrechó la suya con sentida cordialidad. En sencillas sillas, ambos se sentaron junto al escritorio pegado a la pared, que, con la cama y un vetusto armario lleno de libros, completaba todo el mobiliario de la sobria estancia. «Tenía un gran interés en conocerle en persona, excelencia», le dijo el cura, que estaba a un mes de cumplir los 29. Benavides, a preguntas de Viera, le habló de aquellas provincias españolas al otro lado del Atlántico, y algunas anécdotas a las que no dio importancia el viejo general, y que sin embargo admiraron sobremanera al joven sacerdote. Viera le contó a don Antonio que hacía tres años que ejercía de párroco en la iglesia de Los Remedios, en La Laguna, y que recientemente se había unido a una tertulia que había fundado Tomás de Nava-Grimón y Porlier, que se reunía en el Palacio de Nava, en la misma plaza del Adelantado, y a la que pertenecían señores de gran conocimiento y alto raciocinio, como Agustín de Betancourt, Fernando de la Guerra y del Hoyo-Solórzano, José de Llarena y Mesa, Fernando de Molina y Quesada, Lope Antonio de la Guerra y Peña, Juan Antonio de Urtusáustegui, entre otros… «Y este es el principal motivo de mi visita, don Antonio, trasladarle, en nombre de todos los contertulios, nuestro deseo de que nos honre con unirse a nosotros», propuso el religioso, sonriendo afablemente. Don Antonio agradeció la amable invitación, que tuvo que rehusar. «No están mis huesos a la altura de tales esfuerzos, padre Viera».

Días después, recibió don Antonio una confortable bata de ratina oscura, forrada en rasoliso, obsequio del padre Viera, al haber visto este el mal estado de la que vestía el viejo general. Nunca supo Benavides que aquella bata era un regalo que desde Madrid habían enviado al obispo don Antonio Tavira, quien sin duda dio por bueno el nuevo destino de la cálida prenda.