Por Paula Albericio

Cuando yo era pequeña y se acercaban estas fechas no me dedicaba a decorar calabazas con expresión de terror, ni me iba a asar castañas. Tampoco iba por las casas pidiendo caramelos al caer la noche ni me disfrazaba de bruja. Don Juan Tenorio era una obra de la que oías hablar cuando entrabas a esos cursos del colegio o el instituto en los que las clases de lengua y literatura eran, por decirlo de alguna manera, un poco más profundas.

Pues no, cuando yo era pequeña y llegaba el Día de los Finados me iba de viaje con mi madre para acompañar a mi abuela y rendir ese homenaje especial que en estas fechas se les da a los difuntos, porque por alguna extraña coincidencia del destino o de vete tú a saber qué, en mi familia materna a la mayoría les vino la de la guadaña justo en estas fechas, cosas de la vida, o de la muerte o yo qué sé.

Así que mientras pudo ser, siempre faltaba al colegio en estos días y cambiaba el patio del recreo por el cementerio y los caramelos, las calabazas o las castañas por las flores de las tumbas y que curiosamente, siempre eran en colores alegres y vivos, supongo que ni tan siquiera era a posta, pero si recuerdo cómo me llamaba la atención que un sitio supuestamente triste se llenara de esa extraña alegría.

Y así mientras mi madre, mi abuela y mis tías enramaban las tumbas, yo me dedicaba a pasear entre ellas, aun a riesgo de llevarme una regañina por molestar. Recuerdo ese cementerio de antes, con vistas al monte y que siempre hacía o mucho frío o mucho calor. Y sobre todo, cómo me llamaban la atención las tumbas de los bebés, niños y jóvenes, porque cuando eres niña para ti la muerte es cosas de mayores o de viejos, y yo que nunca he sido discreta, preguntaba sin reparo que por qué, a veces la respuesta me convencía y otras no, pero me fue fácil asimilar que la muerte no entiende de edades ni de cuando es o no el momento adecuado. La muerte llega bien cuando la esperas o cuando no. No entendía tampoco esa manía de algunos familiares de poner la foto del difunto y cómo desde pequeña le decía a mi madre que si yo me moría ni se les ocurriera poner una foto mía, ante el espanto de mi abuela y de las doñas que me oían, como si diciendo eso estuviera llamando a la muerte antes de tiempo. Y cómo siempre estaba el gracioso o graciosa de turno que trataba de meterte miedo con los muertos, pero siempre aparecía alguien sabio que te decía que a quien de verdad debes temer es a los vivos, no a los muertos. pumpkins-469641_1280

Ahora, mientras escucho a unos y otros discutir por temas como Halloween, los difuntos y demás banalidades, me da la risa y pienso que no sé si serán o muy cerrados de mente o yo muy abierta. Todos los que dimos inglés en la época escolar hacíamos algo especial en clase el día 31 de octubre; en la clase de lengua o literatura leíamos el Tenorio y el día 1 de noviembre muchos reparten el tiempo entre el cementerio, el sofá o cualquier actividad.

Por supuesto, no faltan quienes apuntan criticando a los que van ese día al cementerio que ellos no necesitan un día especial como otros para honrar a sus difuntos, algo que seguramente sea una forma de justificarse o calmar su culpabilidad bien por no ir nunca o por no haberse portado bien con el difunto cuando vivía. Quizá, algunos van al cementerio justo en estas fechas porque la persona que perdimos si creía en eso y es nuestra forma de seguirle demostrando cariño tras su partida.

Y el que otros decidan pasar la noche del 31 de fiesta de disfraces no los hace ni menos canarios ni menos españoles ni nada, simplemente es eso, diversión. Quizá entonces deberíamos hacer un repaso a todas las fiestas y tradiciones ajenas que vamos adaptando aquí y allá y a más de uno se nos quedaba la cara colorada al descubrir nuestra la propia ignorancia. ¿O desde cuándo una romería era para ir a hacer botellón o customizar el traje típico de tal forma que parece el propio de una cabaretera?

La cuestión es que el tiempo pasa, las tradiciones cambian y quiero creer que somos más que capaces de adaptar lo mejor de cada una sin que ello suponga perder la propia identidad.

Si te quieres vestir de bruja o vampiro, hazlo. Si te quieres ir de parranda al monte, hazlo. Si te quieres quedar en casa echado, hazlo. Si te quieres hartar a castañas asadas, hazlo.  Si te quieres pasar la noche mirando calabazas, hazlo. Y si quieres ir al cementerio o no, hazlo o no lo hagas.