Por Sofía Clavijo

Los abrazos curan. Tienen la capacidad de reconfortarnos, de ayudarnos a liberar estrés y de mantener activas nuestras neuronas. Un buen abrazo también consigue aliviar dolores musculares o incluso mejorar nuestro sistema inmune.

Los que somos abrazones por naturaleza sabemos muy bien que el fin de un abrazo no es rodear a la otra persona con tus brazos, va más allá. Es un gesto que parece simple, pero que tiene mucho que contar acerca de nosotros y nuestros sentimientos.

Un abrazo a tiempo salva muchas lágrimas o hace brotar otras tantas que llevaban mucho tiempo escondidas. Son la manera que tenemos de decir sin palabras “estoy aquí, no tengas miedo”. Son seguridad, y cuando no lo son quizás sea porque es el momento perfecto para dejar que esos brazos se marchen…

Son euforia de cumplir deseos, de celebrar logros y sueños alcanzados. Pero a veces también son melancolía, un corazón confundido o roto en mil pedazos.

Un abrazo puede ser esa ansiada bienvenida o también una amarga despedida. Puede ser el comienzo o el final, el intermedio o ese incómodo punto y seguido.

Hay abrazos de repente, inesperados; abrazos de segundos, de minutos o de noches enteras. Abrazos que unen corazones y abrazos por la espalda.

También los hay de esos que no entienden de prejuicios ni etiquetas. Abrazos que no hacen caso al orgullo y abrazos que son capaces de derretir el corazón más frío o curar el corazón más herido.

Los hay que son magia, que te devuelven a veces a la vida. Hay abrazos deseados pero prohibidos, abrazos que se piden con la mirada o que aun siendo muy ansiados jamás serán dados.

No puede existir mejor medicina para el desconsuelo o la nostalgia que un abrazo que te reconforte el alma, que te aplaque los miedos y te aliente a seguir. Tampoco conozco mejor forma de contarle al mundo que somos felices, que queremos VIVIR con letras mayúsculas…

No sé cómo te sientes hoy, pero sea como sea, lo mejor siempre y para todo es un abrazo.

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