Por Salvador Aznar

Érase una vez… una isla perdida frente a las costas del África oriental cuyas blancas y extensas playas solo eran conocidas por las tortugas marinas que allí llegaban cada año para desovar.

Descubierta por los portugueses en el año 1460, fue inicialmente bautizada con el nombre de San Cristóbal. Posteriormente, tras más de 150 años de olvido, la Isla comenzó a ser popularmente conocida con el topónimo de Boa Vista (hermosa vista) porque, según se dice, así la comenzaron a llamar los marineros cuando perdidos a causa de los vientos alisios, la divisaban.

Foto: Salvador Aznar
Foto: Salvador Aznar

Nada más bajar del avión pude sentir de golpe cómo el calor espeso me envolvía a modo de abrazo de bienvenida. Las instalaciones del aeropuerto lucían modernas, limpias e impecables. En algunas de sus paredes unos mensajes relacionados con la paz y la ecología llamaron mi atención. Mientras que en el exterior su estructura arquitectónica me recordaba a las fortalezas que la legión extranjera levantaba en el desierto… así comenzaba mi experiencia en Boa Vista, una isla que gracias a los nuevos sistemas de comunicación, cada vez se integra más en los circuitos turísticos europeos.

En las inmediaciones de la salida de pasajeros ya me esperaba María, vicepresidenta de Natura 2000, una ONG que lleva más de una década protegiendo a la población de tortugas marinas que arriban en las playas de Boa Vista para la puesta de huevos. María y su equipo de trabajo serían mis anfitriones principales durante mi estancia en la Isla.

Foto: Salvador Aznar
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Debíamos aprovechar el tiempo, así que tras dejar la mochila de viaje en la sede de la organización, comenzamos nuestra primera ruta siguiendo la rectilínea carretera de adoquines y asfalto que nos conduciría hasta las aldeas de Joao Galego y Fundo de Figueriras. En estos pequeños asentamientos rurales destacan las coloridas casas de una y dos plantas alineadas en los bordes de la carretera. Improvisados bares y algún que otro taller de artesanía visitado por los turistas que llegan en grupo, desde los grandes hoteles de la costa, a bordo de camionetas 4×4.

Al llegar a Cabeco dos Tarafes, se nos acabaron los típicos caminos de pavés (adoquinados), tan frecuentes en las islas de Cabo Verde y unas indefinidas pistas trazadas sobre el abrupto terreno volcánico de la Isla serían, a partir de ese momento, el único camino para acceder a los próximos enclaves que deseaba visitar.

Uno de ellos, era el faro de Morro Negro, el punto más cercano al continente africano de todo el Archipiélago. Situado sobre una pequeña colina de no más de 150 metros de altura, el ahora abandonado faro ofrecía unas interesantes perspectivas de las playas colindantes, pero observar su lamentable estado ruinoso me entristecía.

Foto: Salvador Aznar
Foto: Salvador Aznar

Ervatao, el segundo y más importante campo de trabajo que Natura 2000 posee en la Isla, era el destino final del día. Allí teníamos previsto acompañar durante la noche a los equipos de voluntarios para fotografiar a las tortugas durante la puesta de huevos en las playas cercanas. Así que, mientras esperaba la caída del sol, recorrí las zonas de playa cercanas donde la ONG había habilitado una amplia zona de criaderos para los huevos de las tortugas. Cuando me encontraba fotografiando este área, una débil pero persistente lluvia hizo su aparición. El riesgo de que las cámaras se mojaran me hizo desistir y dejar esta actividad para la noche siguiente, esperando una futura mejoría del tiempo.

Pero el incipiente mal tiempo, lejos de amainar se fue convirtiendo durante la noche en una tormenta huracanada sin precedentes históricos en las Islas. Las alertas gubernamentales aconsejaban protegerse de Fred, nombre con el que los meteorólogos bautizaron a este huracán de categoría 1 que, con fuertes lluvias y vientos de hasta 110 km/hora, infringió a la isla de Boa Vista un severo castigo. Los árboles y los tejados de las casas fueron arrancados con violencia, el suministro eléctrico permaneció cortado en varios puntos de la Isla, incluidas la capital Sal Rei y los enclaves costeros en los que se encuentran los principales resorts turísticos.

Pero tras la larga noche y una mañana de locos, con el atardecer llegó la calma y la población de la Isla comenzó a moverse con diligencia de un lado a otro para reparar los daños causados por la tormenta. Al caer la noche, la vida ya volvía a retomar las calles de Sal Rei,

Foto: Salvador Aznar
Foto: Salvador Aznar

A la mañana siguiente, grupos de trabajadores cortaban y retiraban los árboles caídos de la plaza de Santa Isabel, las lojas (tiendas) de los comerciantes chinos abrían sus puertas (aunque tengo la impresión de que algunos de ellos no cerraron ni durante el tiempo que duró el ciclón), las vendedoras de frutas volvían a ofrecer sus productos y sus amplias sonrisas por las calles, los pescadores retomaban la faena diaria y los turistas volvían a disfrutar de esta remota isla de Boa Vista, en la que se alternan desiertos, palmerales y extensas zonas de playas sobre un paisaje predominantemente árido.

Foto: Salvador Aznar
Foto: Salvador Aznar

Una isla aparentemente tranquila donde, por lo general la vida parece fluir sin sobresaltos, pero que en cualquier momento, y debido a su indómita naturaleza, puede mostrarnos todo el drama de la existencia al que se enfrentan día a día, las gentes que la habitan. Una isla con historias dentro de las historias, como así ha sabido describirlo el escritor Germano Almeida con su obra La isla fantástica, en la que este caboverdiano nacido en Boa Vista, narra algunas historias en las que se habla sobre la fragilidad de la vida y la fuerza de la voluntad, fraguadas con los recuerdos de su niñez y adolescencia en la Isla.